Capítulo I

185 1 0
                                    



Amanecía el primer día del año 1700, había despertado cansada por la fiesta que sus padres habían ofrecido a grandes personajes del pueblo para recibir el año nuevo como era costumbre en los Zanetti. Amaba la vida, su buena vida pero necesitaba algo más y esa mañana le hacía especial falta. Antes de morir, su abuelo paterno le había regalado su barco, un gran barco; su madre lo odió por ello pero ella estaba agradecida enormemente con su detalle. Pensaba en eso mientras por su ventana veía como el barco del abuelo, ahora suyo, Morrigan, asomaba por entre la niebla que cubría la bahía. Tomó una decisión, buscó una vieja valija que usaba para sus viajes cortos y lanzó en ella de forma desordenada, algunas blusas, un par de vestidos y los pocos pantalones que una chica de su clase podía tener. Estaba a punto de irse de casa, a pesar de que su madre prefiriera para ella un horrible matrimonio arreglado con Eduardo Cissor, un acaudalado arquitecto de la ciudad y también un imbécil. Se puso una blusa negra ceñida al cuerpo, un pantalón del mismo color y sus botas. Soltó su largo cabello rubio, iba a salir ya con la valija en mano cuando se acordó de algo: el sombrero de su abuelo, lo que ella llamaba su amuleto. Lo sacó de la parte alta del armario y se lo colocó; era un sombrero de ala ancha y de un color poco común: rojo, tan poco común como el viejo abuelo. Bajó lentamente las escaleras, sabía que sus padres ya estarían desayunando así que se dirigió a la cocina.

-Buen día, padre. Buen día, madre—saludó besando a cada uno en la frente.

Su madre levantó la vista que minutos antes había estado fija en el diario y la miró con desaprobación por aquel atuendo tan escandaloso a sus ojos, esa no era la hija que ella había criado.

-No pensarás salir así—dijo la mujer mirándola de arriba a abajo y frunciendo el ceño.
-Déjala en paz, mujer—dijo su padre.—Se ve hermosa.
-Lo dices porque lleva puesto el horroroso sombrero que tu tonto padre le regaló—
dijo ella indignada.
-¡No hables así de mi padre!—gritó él.
-Hablo como quiero, mira las ideas que le ha metido a esta muchacha. A punto de cumplir veintidós años y aún continúa soltera—recriminó su madre, un hecho que le parecía vergonzoso para la familia.

Su padre iba a retrucar pero Gianna se lo impidió rápidamente con algo que ninguno de los dos se esperaba.

-¡Padres, me voy!—dijo tajantemente.
-Vuelve a la hora de la comida—ordenó su madre.
-No has entendido bien, madre. Me voy con Morrigan—dijo.

Su madre abrió los ojos como un plato y su padre por fin cerró la parte del diario que leía para prestar toda la atención a su hija.

-Gianna, ¿estás segura de lo que vas a hacer?—preguntó dulcemente su padre.
-Si, padre. Quiero ir a Europa, conocer nuevas vidas, las tierras de nuestros antepasados y luego, lo prometo, volveré—dijo sonriendo.

Su tatarabuelo había venido hacía algunas décadas desde Italia y siempre hablaba maravillas del viejo continente, ella quería conocerlo.

-Necesitarás dinero—dijo su padre poniéndose de pie y dejando a su madre mas que muda.
-No, papá. Lo conseguiré trabajando—dijo creyendo que sería fácil.
-Me parece perfecto, pero te llevarás esto—dijo él entregándole una cajita que sacó del fondo de la alacena.

Era una caja de madera tallada, con algunas inscripciones que no alcanzaba a reconocer; tenía un peso considerable y tanto que casi le costó abrirla pero al hacerlo se quedó perpleja. Nuevamente agradeció a su padre y le dio un beso fuerte

-¿¡Eso es todo!? ¿¡La dejarás ir sin más!?—preguntó su mujer escandalizada.

Su padre sonrió cómplice.

Las joyas del abueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora