Capítulo XI

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No pasó mucho tiempo antes de que Santiago llamara a la puerta de Gianna y ésta saltó de la cama sin pensarlo siquiera. Se calzó un pantalón negro algo amplio en la parte de los muslos y una blusa azul que hacía resaltar el color de sus ojos. salió aprisa y se dirigió al camarote de las chicas aprisa. Al pasar por la borda vio a Andrea y a los demás trabajando alegremente mientras tarareaban una canción de la cual no alcanzó a escuchar la letra pero estaba segura que la había escuchado algunas veces en la voz de Danielle. El olor a salitre la despertaba mejor que una buena taza de café humeante. Cuando llegó al camarote sólo Amaraí se encontraba aún en su cama cual si no tuviera que estar trabajando con el resto que no estaba allí, sintió un profundo deseo de decirle un par de verdades a la herbolaria pero aunque fuera su empleada, ella no tenía derecho o más bien, no quería tenerlo. Se acercó y le habló haciendo uso de toda su ecuanimidad y buenos modos.

-Es hora, Amaraí—dijo.

Ella se movió, la miró y dijo:

-No pensé que la señorita Zanetti en persona viniera a despertarme.

Gianna hizo una mueca.

-Será mejor que estés en la borda enseguida, los demás ya están trabajando—dijo por último y salió.

No soportaba la actitud irónica y altiva que siempre tenía Amaraí pero era el precio que debía pagar por su osadía y lo sabía mejor que nadie, se lo merecía en pocas palabras por haberse empeñado en aquello. Cuando estuvo en la borda pudo ver que los muchachos que se dirigían al cuarto de máquinas, las chicas ayudaban a Jim a desatar las velas y unas gotas de lluvia empezaban a caer. Andrea miraba al horizonte tras los vidrios de la sala del timón.

-Buenos días, capitán Mielle—saludó ella de mala gana por lo que pensaba que había ocurrido la noche anterior.— ¿Todos tienen órdenes?
-Así es—
dijo él sin contestar a su saludo.—Falta la señorita Ferro.
-Será que se durmió muy tarde—
dijo sarcástica.—Usted debería comprenderla.
-No entiendo—dijo Andrea empezando a caminar pues necesitaba a Alessandro y a Jim para levar el ancla.
-¡Pues debería, capitán Mielle!—gritó siguiéndolo.—Aún no zarpamos y parece que usted ya conoce muy de cerca a la señorita Ferro.

Andrea se detuvo en seco.

-Bien, vamos a empezar a poner los puntos sobre las íes, señorita Zanetti. Algo que por cierto debí hacer desde el primer momento. Lo que yo haga con mi vida personal, es absolutamente asunto mío—dijo él sonriendo con cierto descaro.—Y si Amaraí está cansada me parece justo que descanse.

La misma vena que aparecía en Danielle cuando se enojada hizo su aparición por el lado izquierdo del cuello largo y blanco de Gianna. No esperaba tanta desfachatez de parte de Andrea y tanto que lo alcanzó y lo tomó del brazo bruscamente sin pensar en lo que estaba haciendo, él se giró, la miró, las palabras no salían de su boca y él parecía disfrutarlo.

-¡Ah, ya sé! Quiere sus indicaciones, señorita Zanetti—dijo él con un exceso de ironía.—Usted irá conmigo en la sala del timón, así, cuando yo quiera estar con mi amante usted podrá hacerse cargo del timón.
-¡Es un insolente!—
gritó y estiró su mano para abofetearlo pero Andrea apretó su mano a escasos centímetros de su rostro.
-Cuidado, Gianna, puedes lastimarte—dijo en su oído, estaba realmente muy cerca de ella.
-¿Interrumpo?—preguntó Alessandro.
-No—dijo Andrea.—La señorita Zanetti se va ahora a la sala del timón que es donde debería estar desde hace mucho.

Gianna dio media vuelta y se marchó con una furia que hubiera asustado hasta al propio Barba negra. Desde la sala podía ver a Andrea y a Alessandro hablar bajo la lluvia y la, aún obscura, mañana.

Las joyas del abueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora