Capítulo LI

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—¡Nicolás, despierta, dormilón!—dijo envuelta en una bata muy gruesa para el frío.
—Aún es de noche—se quejó él.—Vuelve a la cama, Gianna.
— Si pero no lo será más en un momento y quiero que veas algo, vamos. Después te prepararé el mejor café de toda tu vida, te quitará este horrible frío y si quieres podrás volver a la cama, eso sí, dudo mucho que sea para dormir...

Ella le guiñó un ojo, Nicolás salió de la cama y se vistió sonriendo, no podía imaginar qué sorpresa le tenía preparada aquella mujer. Cuando estuvo listo, lo tomó de la mano y lo llevó aprisa por el corredor. Aún se alcanzaba a ver alguna que otra estrella, hacía mucho, mucho frío, realmente estaba helando ya; era el 8 de noviembre y el invierno se dejaba sentir desde antes en esa parte del mundo. Faltaban unos veinte días para llegar a esa famosa isla y ahí, a encontrar las joyas del abuelo. Gianna se recargó del barandal de cubierta, Nicolás la abrazó y dijo:

—¿Exactamente qué estamos haciendo aquí? Nos congelaremos y lo sabes, por hermoso que sea, prefiero la tibieza de nuestro lecho.
—Shhh, no digas nada. Mira—
dijo señalando al horizonte.

En ese preciso instante el sol se puso esplendoroso a pesar del frío, fue poniéndose lentamente, regalándoles el mejor de los espectáculos jamás visto, al menos no de esa manera. Nicolás estaba maravillado y feliz, besaba el cuello de Gianna con ternura y le agradecía con cariño por haberle regalado aquello. Entre la vista y el olor de ella que aún estaba mezclado con el de él, la estampa era perfecta.

—No es mi obra—dijo ella humildemente.—Es de Dios.
—Tú debes haberlo ayudado a colgar la luna—
dijo él.

—Estás loco, Moreau—dijo sonriendo.

Volvieron al camarote, jugueteando como dos niños, sonriendo, hablando de mil cosas. No se vistieron y fueron a desayunar sino que dieron rienda suelta a sus instintos una vez más, luego si tuvieron que vestirse y fueron a reunirse con los demás para desayunar; sorpresivamente Gianna se devoró todo lo que Jim le sirvió y el viejo estaba encantado con ello pues hacía muchos días que no la veía comer tan bien.

—Gracias, Jim. Esto estuvo delicioso—espetó.
—Me alegra mucho, Gianna—dijo él.
—Damián, Alexia, no estén tan callados—pidió ella sonriendo.— ¿Dónde están Alessandro y Amaraí? No importa, les diré algo a todos, hoy es mi cumpleaños y esta noche, a pesar del frío, lo celebraremos. Encárgate de todo, Jim, por favor.
—Por supuesto, señorita—
respondió él.
—Iré a dar una vuelta—dijo sabiendo que Nicolás no la seguiría pues aún comía y ella necesitaba estar sola.

Se dirigió con parsimonia hacia la biblioteca, se le ocurría que para pasar el tiempo podía repasar el mapa con las indicaciones de su abuelo para que una vez que llegaran a destino, pudieran encontrar rápido el tesoro. Entró aprisa y se topó con un cuadro que no esperaba encontrar: Amaraí estaba sentada en el viejo sillón de Danielle y otra vez veía ése álbum que ella tanto quería, pero lo que mas le sorprendió aparte de las lágrimas de la herbolaria, fue el cuerpo desnudo en el piso de Alessandro. Adelantó sus pasos y aventándole la ropa al esposo de su amiga, le gritó para despertarlo:

—¡Levántate y vístete!

Alessandro iba a intentar hablarle cuando abrió los ojos.

—Ni lo intentes, Alessandro—dijo ella furiosa.—No quiero hablar contigo. Y tú, ¿qué miras con tanto interés?

Amaraí cerró el álbum con furia, se puso de pie y terminó de vestirse también para poder marcharse con su recién adquirido amante.

—Te diré qué miraba con tanto interés: nada que te importe, idiota—expresó la herbolaria con mucho odio.

Las joyas del abueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora