Capítulo XLIX

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Nicolás entró al camarote unos segundos después que Gianna y cerró la puerta tras de sí porque por suerte ella no había puesto el pasador, se rascó la cabeza y se sentó en la esquina de la cama, ella se echaba encima una bata pues había cogido frío al salir de la cama. Bebió toda el agua y se metió en la cama haciéndome un ovillo para no tocar a Nicolás con los pies pues sabía perfectamente dónde se había sentado.

—Que descanses—dijo cerrando los ojos.
—¡Ay, princesa! ¡Grítame, enójate conmigo! ¡Sé tú!—gritó él.

—Te juro que ésta que ves bajo las sábanas, soy yo. No grites, tengo frío y sueño y, no tengo por qué enojarme contigo—dijo serenamente.—Métete en la cama y déjame dormir por lo que más quieras.

—No, hasta que hablemos de lo que sucedió con la señora Paolli—dijo él.

Gianna se sentó recargando su espalda en la cabecera de la cama y le sonrió.

—¿Señora Paolli? Me parece que entre ustedes dos hay la suficiente confianza para dejar de lado las formalidades—dijo obligándose a sí misma a sonreírle más.
—Deja el sarcasmo para Andrea, a ti te queda muy mal—se quejó él.
—Mira—dijo ella sin perder la serenidad,—tú eres un hombre libre, enamorado de una mujer que no soy yo y sobre todo que no se parece en nada a mí. Nicolás, no te martirices por mí y deja de perder el tiempo conmigo, ve por quien en verdad amas. Ahora, si me lo permites dormiré porque estoy exhausta y no quiero pasar la noche discutiendo de algo que no tiene sentido y ambos lo sabemos... De hecho tú lo sabes mejor que nadie.
—No—
dijo él.—Tienes que escucharme.
—Bueno, si no tengo otro remedio me iré a dormir a otra parte—
dijo Gianna con mucho de fastidio.—Que descanses, Vampiro.

Salió del camarote sin saber a dónde dirigirse en verdad, sabía que Nicolás no se quedaría tranquilo y la buscaría en los lugares más obvios, así que contra su voluntad se fue a encerrar al cuarto de máquinas. La última vez que había estado ahí había vivido el peor de los sustos pero esperaba que ahora estuviera más tranquilo y ciertamente fue así, no encontró velas, ni una pareja teniendo sexo, ni siquiera había ruidos raros. Se tiró en un rincón y no pudo evitar las lágrimas, lloró tanto que se quedó dormida sin darse cuenta y muy a pesar del frío que sentía. No parecían haber pasado tantas horas cuando sintió que alguien tocaba su hombro con insistencia para despertarla.

—Gianna, Gianna, despierta. ¿Qué haces aquí?—preguntó Alessandro curioso.— ¿Te sucede algo?
—Nada, nada—
dijo ella desorientada por cómo y dónde había dormido.—Por favor, Alessandro, no se lo digas a Andrea.

Alessandro hizo una señal indicándole que mirara tras de ella y allí estaba el capitán sonriéndole y enterándose de dónde había dormido. Gianna se armó de valor, le dio los buenos días a ambos y empezó a alejarse pero Andrea no iba a perderse aquella oportunidad y mientras caminaba tras ella hacía las preguntas de rigor.

—¿A qué se debe que vayas a dormir al cuarto que más odias de este barco? ¿Tu príncipe ronca? ¿O es tan mal amante? ¿Por qué no querías que yo supiera dónde dormiste?—preguntaba él sin parar.
—¡No fui a dormir ahí!—gritó ella cuando ya casi llegaban al camarote.—No podía dormir y para no molestar a Nicolás decidí ir a la biblioteca pero escuché ruidos abajo y fui a averiguar... Ahora, capitán Mielle, ni quiero ni voy a darle más explicaciones porque no se las merece, me voy.

Andrea sonrió con la incredulidad desbordando su rostro pero a ella no le importaba. Entró en el camarote sin llamar y allí estaba Nicolás poniéndose los pantalones que se terminó de poner nerviosamente cuando la vio. Ella sonrió y se dio media vuelta para que terminara de vestirse sin que se sintiera observado y molestado, la verdad es que lo que Gianna había visto era muy apetecible.

Las joyas del abueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora