Capítulo VI

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Andrea entró de manera tan sigilosa que ella no lo escuchó y como estaba de espaldas a la puerta tampoco lo vio entrar. Ella masajeaba suavemente su rodilla izquierda pues se la había lastimado en una caída hacía unos meses mientras montaba a Demonio, su caballo. No había sido culpa del equino pues siempre había sido muy dócil y seguro pero aquella vez una serpiente lo asustó y lo hizo reparar.

-Lindas piernas—dijo Andrea con voz ronca provocando que ella saltara.

Bajó su vestido con un movimiento brusco y lo miró con odio y reproche, en ese punto supo que quizá nunca se entendería con él, lo único que sentía en ese instante eran ganas de matarlo. Por momentos tenía ganas de dejar sus sueños bien amarrados al muelle pero era demasiado testaruda para eso, no podía darse por vencida así como así.

-Las puertas se hicieron para llamar, señor Mielle—dijo intentando calmarse.
-Llamé tantas veces como pude, señorita—dijo maliciosamente.—Pero usted está tan metida en sus cosas que no escuchó.

No sabía si Andrea le decía la verdad pero realmente se encontraba molesta con él. Andrea se acercó a ella lentamente y luego, susurró en su oído:

-Espero que tenga sus marineros, señorita.

Gianna se puso de pie de un salto, como si tuviera un resorte en el culo para alejarse de él, esa cercanía no sólo era inapropiada sino que le había hecho sentir rara, extraña, como nunca. Él parecía divertirse tratándola de aquella manera, era como sí ponerla nerviosa fuera algo que disfrutara al extremo.

-Los tengo, pero primero quiero ver los suyos—dijo autoritariamente sacando valor de donde sólo ella podía saber.
-Los verá—dijo Andrea.—Pero antes, no se le vuelva a ocurrir desaparecer de la manera que lo hizo hoy, señorita. Desaparecer por tantas horas y sin aviso alguno es algo que...
-¿Estaba preocupado, capitán?—preguntó, no sin cierto orgullo.
-¿Yo? Nunca pero el viejo Jim, sí lo estaba—dijo él mirando a través de ella como si la chica fuera un cristal.
-¡Ah! Ya hablaré con Jim—dijo bajando la mirada.
-¿Desilusionada, señorita?—preguntó él.

No contestó a ese estúpido juego de preguntas porque le parecía peligroso jugarlo con quien fuera, con Andrea era como el triple de peligroso más o menos.

-Haga pasar a sus hombres—ordenó ella sin responder lo que él quería saber.

Andrea miró al cielo como pidiendo clemencia, como si realmente creyera en algo que hubiera en el cielo; se asomó por la puerta y tras él entraron aquellos cuatro hombres que Gianna había visto a lo lejos en el muelle. El primero en presentarse fue un joven delgado pero con brazos fuertes, de nariz perfecta y ojos profundamente obscuros. Posó sus ojos en los de ella y se mantuvo así por largo rato, no pudiendo ignorar la belleza de aquella joven mujer pero sólo eso, sabía que estaba demasiado fuera de su alcance.

-Alessandro Paolli—dijo él besando su mano.
-Vamos, Alessandro, no estamos en una fiesta—dijo Andrea evidentemente molesto, aunque realmente nadie podía dilucidar el por qué de esa molestia.

Por la mirada que Alessandro le echó a Andrea, ella pudo comprender que esos dos se conocían de antes pero no dijo nada, no tenía sentido hacerlo.

-Este es Santiago Sánchez—apuró las presentaciones Andrea.

Santiago apretó la mano de Gianna con cordialidad y esbozó una hermosa sonrisa; era un hombre de unas veintiséis años, ojos marrones, llevaba el pelo hecho una trenza que descansaba sobre su ancha espalda, era alto y de piel bronceada, seguramente por las horas que pasaba en el muelle de sol a sol. Tocó el turno de Oscar; era un chico serio a juzgar por la reverencia que hizo cuando le fue presentado, de complexión mediana, piel blanca pero levemente tostada por el sol, sus labios eran de un rosa pálido y carnosos, su sonrisa era casi tan franca como la de Nasheli y Gianna no pudo evitar pensar en ella. Andrea dejó para el final a un hombre de unos treinta y cinco años, de piel morena, cejas espesas y mirada adusta; sus ojos eran casi tan azules como el mar y el cabello era rubio dorado, bastante atlético y por lo que se veía a simple vista, de muy mal humor pues apenas se limitó a murmurar su nombre: Damián de Santos. Andrea había elegido marineros muy interesantes y estaba segura que eso seguro sería otro problema serio a la hora de que se encontraran con sus marineros.

-Bien, señorita Zanetti—dijo Andrea.—Nos gustaría conocer ahora a sus marineros.

Las joyas del abueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora