Capítulo 15.

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Amélie.

Él despierta antes que yo. Cuando abriera los ojos esperaba encontrar a Ares, a mi madre, a Antón, incluso. Lo que no esperaba encontrar era…él. Él, y sus ojos artificiales. El chico que nos observaba a Ares y a mí antes del ataque en el baile.

Estoy en una celda oscura, que no me permitiría dar más de diez pasos en línea recta si tuviera fuerzas para intentarlo y en la que el olor a humedad preside completamente. Una bombilla a punto de fundirse emite una luz mortecina intermitente, que viene y se va.

Lo reconozco por los ojos. Le han quitado toda la ropa estridente y vestido con una sudadera grisácea que lleva en grandes y gruesos números negros la cifra “16514” y pantalones negros que le van demasiado grandes. Está descalzo, y su pelo cae largo y descuidado sobre su frente: los remolinos han desaparecido. También lo han hecho sus labios y cejas forrados de piel de serpiente, y sus larguísimas pestañas de abajo. Sin embargo, estoy segura de quién es, a pesar de que todo en él inspira normalidad. Todo salvo sus ojos. Grandes ojos –de los más grandes que he visto en mi vida-, coloreados de un color verde flúor, como de neón, como un tono pistacho resplandeciente, tan brillante que hace daño a los ojos. Está en el otro extremo de la celda, que solo tiene polvo y oscuridad, tan lejos de mí como puede. Me observa con una mezcla de curiosidad, reconocimiento, y miedo. Su rostro es alargado, aunque varonil. Un rostro que, perdido todo el maquillaje que lo cubría, ha desaparecido con él toda su extravagancia y su carácter extraordinario. Debe ser mayor que yo, como cuatro años más. Es un chico guapo, con rasgos distintos que no resultan desagradables. Tiene la mandíbula muy marcada, y los rasgos bellamente afilados, anulando toda dulzura posible. Los labios son finísimos, como el filo de un cuchillo, y su rostro parece estar perpetuamente contraído en un gesto de juicio, asco, indiferencia y cansancio: todo en uno.

—No te han alterado los ojos  —observo, y mis palabras se le antojan a mi garganta inesperadas.

—No porque no lo hayan intentado —explica él. Su voz es rítmica, suave y masculina. Pronuncia cada palabra como si fuera una delicada obra de arte—. Están operados quirúrgicamente, ya no se pueden cambiar.

Asiento con la cabeza, y sigo observándole. A él no parece importarle, y procede a hacer lo mismo conmigo. Hasta entonces no me doy cuenta de que sigo llevando el mismo vestido del baile, solo que con manchas de tierra y polvo. He perdido un zapato y tengo las medias rotas y un enorme chichón circundado por sangre seca en la cabeza.

—No tardarán en venir a por ti —comenta el desconocido en un murmullo, y se vuelve hacia su esquina de la celda. Sé que ha dado la conversación por terminada.

Yo también me vuelvo para alejarme lo más posible de él, pero la celda es demasiado pequeña como para estar lejos el uno del otro. Cuando pasamos cinco minutos en silencio, empieza el pánico. Empiezo a ser consciente de que Ares tenía razón, de  que siempre tuvo razón, y de que, si mamá y yo hubiéramos escapado cuando lo planeamos, estaría muy lejos de esta celda. Las lágrimas empiezan a asomarse cálidas a mis ojos y no puedo evitar esbozar un lamento.

Empiezo a preguntarme dónde están Ares, Antón y mi madre. Me pregunto si están muertos, siendo consciente de que, si así es, soy la mayor y única responsable de ello. Si no fuera por mí, probablemente ninguno de ellos estaría en el baile. Las preguntas que han surgido en mí gracias a sus palabras, “No tardarán en venir a por ti”, empiezan a atormentarme. ¿Me torturarán, o, sabiendo quién soy, me matarán directamente? Empiezo a llorar desconsoladamente, con ansiedad, y con un traqueteo cardíaco que me hace respirar con dificultad. A pesar de ello, el chico no se inmuta. Se limita a mirarme por encima un par de veces, pero no se mueve un centímetro.

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora