Amélie
Siempre me ha faltado fuerza. Fuerza para ayudar al personal de la mansión a transportar objetos, o fuerza para preguntarle al abuelo por qué organizaba los juegos, por qué los disfrutaba. Nunca he sido fuerte, en ninguno de los sentidos del adjetivo.
Pero cuando la tengo frente a mí, mía, disponible, real, cerca, saco la fuerza. Las situaciones nos cambian. Nos arrebatan atributos que creíamos innatos e indestructibles, y en otras ocasiones, nos proporcionas aptitudes que pensábamos que nunca seríamos capaces de adquirir.
Por ello, cuando salto y derribo, con fuerza, a la mismísima Katniss Everdeen, sé que la Amélie normal, neutra, no habría tenido la fuerza para hacerlo. La chica de la trenza se hubiera desecho de ella mediante un triste empujón, e incluso se habría reído en su cara. En cambio, si a esa débil Amélie le sumas dolor, enfado, heridas, sangre y muerte, ella lo transforma todo en la fuerza suficiente como para tumbar a Katniss Everdeen y agarrar su cuello. Amélie sabe canalizar todo eso en fuerza necesaria para apretar los dedos, para restarle color a la piel de su enemigo. Para devolver crueldad. Y también para soportar las patadas y las sacudidas de su víctima, para inmovilizarla. Para clavarle las uñas y manchar su impoluto rostro con el barro y sangre que decora mis manos y que ella misma ha vertido en el escenario de la que será siempre mi peor pesadilla.
Sin embargo, la situación y la suma de dolor y tristeza no son capaces de contener a dos cuerpos y enseguida me veo separada de Katniss por Ares. Es entonces cuando tomo conciencia de la situación y escucho mis propios gritos y las peticiones de Ares por que me calme.
— ¡Está con nosotros, Amélie! —grita, mientras me sujeta— ¡Quieta! ¡Ella nos ha sacado de ahí!
Por primera vez me concentro en el rostro de Katniss, ahora manchado ligeramente de sangre y barro. A pesar de haber sido derribada hace apenas unos cuantos segundos, su gesto es sereno, tranquilo y firme. Lleva el pelo suelto, renegando de su mítica trenza. Su mirada me analiza con detenimiento, y me indica que no tiene miedo de mí. Tiene el porte de una heroína, la fuerza de alguien que lleva tanta historia a su espalda como la suya.
— ¡Ella es también la que ha matado a Franz! —exclamo, revolviéndome entre los brazos de mi mejor amigo.
Entonces miro a Ares. Está asustado, cansado de todo esto. Sin embargo, en su rostro no encuentro la fractura que se ha instalado en la mía. La expresión que conlleva haberse enterado de la muerte de alguien aún no le ha pegado la bofetada. Hasta ahora.
El primer signo de la bofetada es la confusión: la ves, la intuyes, pero no sabes por qué a ti, por qué en ese momento. No sabes por qué. Cuando la fuerza con la que me mantiene presa disminuye, sé que el aire de la mano que lo abofetea empieza a rozar su piel. Cuando mira a Katniss en busca de una respuesta y ella, al principio aparta la cabeza, la bofetada impacta. Ares me suelta y empieza a llamar a Franz, a vociferar el nombre de una persona que jamás acudirá a su llamada. Y el dolor se expande. Ares empieza a mirar a su alrededor, como si Franz fuera a aparecer en cualquier momento a decirnos que está bien, que esto es solo un mal sueño.
— No lo hice yo, y lo sabes —dice Katniss, serena, como si estuviera dando datos técnicos, sin ningún tipo de entonación—. Sabes quién lo hizo, Ares. Sabes perfectamente que no estaríais aquí si no fuera por mí...Sabes quién es el verdadero enemigo aquí.
— ¡Si realmente fue ella, tú eras la encargada de impedirlo! —vocifera Ares. Las primeras lágrimas empiezan a resbalar por sus mejillas.
— Y lo intenté —replica Katniss con la misma calma—, pero no me fue posible. Si fuera una mujer tan fácil de vencer, no habría llegado a donde estaba y no hubiera hecho todo lo que hizo.
Ares se echa a llorar al suelo, roto. Katniss lo observa, casi impasible.
— Está muerta —le dice, acercándose—. Yo misma intenté hacerlo, pero fallé y un compañero se hizo cargo. Tiene lo que se merece.
Ares no responde. No nos mira. Es como si hubiera dejado de vivir, como si se hubiera convertido en un trapo que suelta lágrimas y que tiembla, asustado.
Katniss se gira y me mira, desafiante.
— ¿Crees que podremos hablar dos minutos como personas adultas, sin que te lances a mi cuello?
Asiento ligeramente. Después, Katniss, mediante un rápido movimiento de cabeza, me insta a que salgamos y dejemos a Ares solo.
Caminamos en perfecto silencio y con rapidez, como si a ella no le importara el hecho de que yo acabo de salir de una arena y llevo semanas sin comer bien. Finalmente llegamos a la salida, que conduce hasta una gran explanada árida, vacía, sequísima. El calor es abrasador. Nos dirigimos hacia el único aspecto que resalta de todo el paisaje: un aerodeslizador en el centro. Subimos allí, y Katniss toma uno de los teléfonos que hay en el vehículo.
— Sacadlos ya, pero no les digáis que pasa. Sí, sí, dadles de comer, pero no demasiado: su estómago aún no se ha situado. Devolvedlos a las habitaciones del principio y decidles que todo va a salir bien, pero aseguraos de que van esposados, no vaya a ser que a alguno se le crucen los cables —hace una pequeña pausa para dejar hablar a la persona de otro lado—. Aham. ¿Sabéis algo de la rebeldía capitolense? Sí, ya sé que corre prisa, Haymitch. Voy a hablar con ella ahora mismo. Adiós.
Cuelga y se mantiene un par de segundos de espaldas a mí. Cuando se da la vuelta, su rostro mantiene la sobriedad y tranquilidad que lo han definido desde el momento en el que la he visto. Me insta con la cabeza a que tome asiento en una de las butacas del aerodeslizador. A continuación, ella se sienta en la de enfrente.
No suspira, no está nerviosa. Tiene la situación bajo control.
— Vale, Amélie Snow. Hablemos.
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Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?
FanfictionCon la guerra ganada y el Presidente Snow muerto, todo el poder de Panem recae directamente sobre la rebeldía encabezada por el Distrito 13, que, a modo de venganza final, decidirá organizar unos últimos juegos del hambre en el que participarán los...