Capítulo 44

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Katniss

Ares Portici sería un muchacho muy atractivo en otras circunstancias. Si no estuviera tan hundida, tan consumida por el miedo, su mirada sería cálida e interesante. Si no estuviera temblando, su cuerpo sería fuerte, robusto. Si en su celda se arrojara una lágrima de luz, aunque solo fuera una, podría ver que sus facciones fuertes constituyen un gesto atractivo y joven. Pero la oscuridad solo me muestra entre sus garras un saco de huesos y piel que apenas sabe cómo mantenerse unido. Que tiembla. 

—¿Sabes quién soy? —mis palabras rebotan, una por una, en el inmenso y oscuro silencio que nos envuelve. 

Ares se niega a responder. Rescato de la oscuridad una mirada, un segundo en el que el chico deja de temblar. Pero se mantiene callado. Son las cinco de la mañana: Ares entrará en dos horas en la Arena. Necesito explicarle el plan a la perfección, y he de darme prisa. Si él se muestra reacio a colaborar, estamos perdidos. 

—Ares. Supongo que es obvio que estás en apuros y no tenemos tiempo, créeme. 

—¿Quién eres? —rebate él desde el otro lado de la celda. En su voz se nota el frío y el miedo, aunque es evidente que intenta ocultarlos mediante un tono firme. 

Me quedo callada unos instantes, y él mismo se responde mediante unas palabras y media carcajada. 

—Qué pregunta tan estúpida, ¿verdad? Imagina que por alguna razón no sé que eres una de las personas más influyentes en la actualidad, la mujer que puso a mi amiga Amélie en esa ruleta rusa. Imagina que te digo que no, Katniss, que no sé quién eres. ¿Qué me dirías entonces? Venga, dímelo. Explícame quién eres. 

Mi prisionero me deja muda. ¿Quién soy? ¿Una de las trágicas amantes del distrito 12? ¿La ganadora de los juegos, la reina de Panem? 

—Es fácil desarmarte —comenta Ares—. Una información desde luego de mucha utilidad para la rebeldía de ahí fuera: Katniss Everdeen no tiene segura su identidad. Si no sabes quién eres, no eres nadie, ¿lo sabes? Y, si sabes eso, supongo que también conocerás lo fácil que es derrotar a alguien que no es nadie. Olvidable. Débil…

—Basta ya —digo finalmente, comenzando a  impacientarme—. No tenemos tiempo de ponernos intensos y excavar en los dilemas universales. No cuando vas a entrar en la arena en un par de horas. 

Dejo caer la noticia como una bomba inesperada. Letal. Imposible de esquivar. Como la que mató a Prim. Como las que quiero erradicar. 

—No quería asumirlo —admite él, sombrío—. Pero supongo que ya lo sabía. 

Trago saliva. Ha llegado el momento de empezar a inflar nuestro último chaleco salvavidas. 

—Quiero sacarte de ahí. No solo a ti, sino también a Amélie. Y Franz. Y todos los que sea posible. Quiero salvaros la vida. 

No dice nada, pero tampoco ríe o me tacha de ilusa. Se limita a respirar. 

—Es más fácil que todo eso: quítame las esposas, abre las puertas que he de atravesar. Ya me las arreglaré. No me eches allí. 

Su voz roza la súplica. He de contener la pena, que se alza a borbotones en mi pecho. 

—Me temo que eso no puedo hacerlo. 

—¿Por qué no?

—Porque te necesito para que salves a Amélie, Ares. 

El chico no responde. Aprovecho el silencio; vuelco palabras sobre él. Le explico que es la única forma de salvar a Amélie y de detener los juegos: que colabore con nosotros es la única forma de salvarse. Le cuento la responsabilidad que cae sobre sus hombros, y a todo él responde con silencio. 

—Me temo que no tienes otra opción que prestar atención a todo lo que voy a explicarte ahora. Mucha gente depende de que entiendas el plan a la perfección.

Ares accede a ayudarnos mediante un levísimo asentimiento de cabeza, solo perceptible a los ojos de alguien tan desesperado por encontrar una respuesta como estoy yo en este momento. 

Enciendo la linterna y tiendo sobre el suelo de la celda un mapa de la arena. Respiro hondo y le explico a Ares lo que tiene que hacer, paso a paso. Pongo especial atención a que se aprenda de memoria las horas a las que debe hacer cada cosa: es fundamental que en el momento en el que comunique a Amélie y Franz nuestro plan nosotros nos hayamos encargado de desactivar las cámaras y micrófonos de la zona exacta en la que se lo cuente. 

Cuando han pasado unos cuarenta minutos y queda poco más de una hora para que vengan a buscarlo, doy por concluida la explicación. La suerte está echada. Ares respira profundamente, preocupado. Parece ser consciente de que su importancia en el plan es vital. Asiente con la cabeza una vez más: quiere que sepa que lo tiene, que sabe lo que debe hacer. 

—Una última cosa —murmuro, sacando una cajita de mi bolsillo. Me quemaba mientras hablaba con él, y respiro con alivio cuando se la tiendo finalmente—. Debes dárselo a Amélie. 

Ares abre la caja sin preguntar, y esboza una sonrisa llena de ironía al ver lo que hay dentro de ella. 

—¿En serio? 

Vuelvo a volcar mi mirada sobre la rosa blanca, terriblemente viva. Pequeña, elegante y dulce, como Amélie. 

—No tendrás problemas para que te dejen llevarla. Debes dársela como un regalo y asegurarte de que la lleve consigo en alguna parte visible durante los juegos. Puede ponérsela en el pelo. 

—Es un símbolo, ¿verdad? —pregunta él entonces. Parece que la rosa le ha transmitido algo de vida a su voz—. No es un simple acto de romanticismo —prosigue ante mi silencio—: su abuelo poseía miles de este tipo de rosas. A ella le encantan, claro. Pero no es un regalo, es un símbolo de rebeldía. Eres consciente de ello, ¿verdad?

—Limítate a lo que te he pedido, Ares —corto yo, seca—. Es hora de que me marche. ¿Tienes alguna duda de última hora?

Ares se levanta del suelo de la celda y niega con la cabeza. Me tiende su mano a modo de despedida y yo la acepto. Las estrechamos durante unos cuantos segundos. 

—Nos vemos a la vuelta —murmura él. 

—Tráelos con vida —replico yo—. Eres nuestra última esperanza. 

Gale y yo caminamos en silencio por los pasillos de la prisión del trece. Intento no mirar a las celdas, donde se oyen los quejidos y llantos de los que mañana serán consagrados como tributos de los últimos juegos del hambre. 

Finalmente subimos las escaleras y Gale me da el visto bueno: no hay moros en la costa. 

—¿Cómo ha ido? —pregunta en voz baja. 

— Está dispuesto a que las cosas salgan bien. 

El ambiente cálido del pasillo me estremece: el cambio de temperatura (el frío inhumano de las celdas; el calor de los pasillos del distrito) es demasiado brusco. 

—¿Crees que aguantará? —prosigue Gale—. ¿Conseguirá llegar hasta Franz y  Amélie?

—En eso debemos confiar. 

—Ya. ¿Pero lo crees? Sé sincera. 

Cierro los ojos, agotada. He olvidado la última vez que dormí plácidamente, sin preocuparme por lo que me encontraría al despertar la mañana siguiente. 

—Creo que tenemos todas las de perder —suelto finalmente; al hacerlo siento cómo un gran peso que no sabía que  me estaba oprimiendo desaparece. La verdad es un animal que, si no está en libertad, enloquece y enferma a su carcelero. 

Gale asiente; no parece sorprendido. 

Y así nos despedimos: sin hacerlo, en silencio, compartiendo millones de palabras que ninguno de los dos se atreve a soltar,  

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora