Capítulo 45

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Amélie.

Nadie puede oírnos —declara Franz con tranquilidad. Me mira, interrogante. 

Busca una explicación, claro, a lo que mis ojos le transmiten: miedo, terror, pena. Su traje está lleno de sangre y en su rostro se pincelan cortes salpicados por suciedad y gotas de sudor. Su mirada, a pesar de todo, no ha perdido por el camino un ápice de intensidad. 

Ante mi silencio, Franz se mira a sí mismo y asiente con la cabeza, comprendiendo. 

—Sé que no estoy en mis mejores galas. Pero ten en cuenta que la mayoría de esta sangre es de la Hidra que me he encontrado al salir a por comida. 

Vierte sobre el claro en el que llevamos desde anoche la mochila abierta, también manchada de sangre, y quemada. De ella salen unos cuantos frutos, estos de un color tan vivo que he de reprimirme para no salir corriendo a devorarlos. 

—¿Hidra? ¿El monstruo de las siete cabezas?

—Nueve —puntualiza Franz con aire divertido mientras se deja caer sobre el suelo. Me acerco más a él; su traje está lleno de sangre seca y oscura. Algunas partes están quemadas—. Y suma a esas nueve dos más cada vez que le cortas una. 

Devora uno de los frutos y me insta mediante una mirada a que me siente junto a él y eso hago. Sus ojos artificiales brillan despiertos y audaces. 

—Vamos, hazlo —le insto yo mientras devoro el primer fruto, intentando parecer casual, fingiendo que la comida es algo secundario: lo primero es su anécdota—. Es obvio que has derrotado a ese monstruo y te mueres por contármelo para hacerte el héroe. Adelante. 

Franz toma un par de frutos más y mira a nuestro alrededor antes de responder. El claro que hemosb encontrado es tranquilo y luminoso: parece sacado de un paisaje campestre idílico. 

—Ya te sabes la historia. Hércules fue el primero que se cargó a un bicho de esos. 

—Sé la historia de Hércules. No la tuya. Vamos, cuéntamela. 

Una sonrisa por mi parte es suficiente para que la parte de Franz que sigue siendo un niño despierte y me relate, momento a momento, cómo ha dado muerte a la hidra. Y, sí: su historia y la de Hércules guardan poca diferencia (la clave para que le dejen de salir cabezas al monstruo es quemar el muñón), pero yo sonrío y grito con sorpresa cuando la historia me insta a hacerlo, porque sé que mi interés alimenta el orgullo de Franz y le hace sentirse mejor, contento. Las dentelladas de felicidad y alegría que alguien puede experimentar aquí son tan pocas que da igual si son infundadas. Lo que importa es que sean, que existan. 

—Lo malo es que, bueno…al final tuve que matar a aquel chico —confiesa Franz, evitando mi mirada—. Él había cogido esos frutos. 

Mi sangre ruge y los frutos en mi estómago se hielan. Trago saliva, intentando no pensar en la indiferencia con la que Franz confiesa haber matado a un chico cuyo nombre desconoce. 

—La buena noticia es —prosigue— que no se me olvidó hacer lo mismo que Hércules hizo al final: empapé las flechas del veneno pegajoso que…eso producía. Ahora son letales. 

—Genial. 

Franz me observa con los ojos atentos. 

—Sigues sin estar de acuerdo con las reglas, ¿verdad?

—¿Cómo podría estar de acuerdo con ellas? ¡Son salvajes! —exclamo, al borde del llanto. 

Franz inclina la cabeza ligeramente. Sé que me está advirtiendo que no debería decir cosas así, contra ellos, contra los juegos. 

—Como si no fueras tú quien hubiera sacado el tema —farfullo, y él suspira, agotado. 

Pasamos el día sorprendentemente tranquilos. Él por su lado, yo por el mío. Sin mediar palabra, solo compartiendo un par de miradas con poco sentido cuando escuchamos el definitivo sonido de dos cañonazos. 

La noche se vierte sobre la arena con sospechada rapidez. Aunque no tenga reloj, sé que es demasiado pronto para que anochezca, lo que enseguida me inquieta. Franz no le presta atención, sin embargo. 

—Si es verdad que ha anochecido antes, aunque lo dudo, tómalo por el lado bueno: hay más tiempo para dormir. Túmbate un rato, yo vigilo —dice, sin prestarme demasiada atención. 

Intento tranquilizarme y entrar en razón. Hago caso a Franz, y cuando estoy ya tumbada dispuesta a dormir, aparecen sobre el cielo estrellado los rostros de los caídos hoy. Dos chicos y una chica a los que no conocía bien. Me doy cuenta, con un ligero dolor en la tripa, que ni siquiera sabía sus nombres. 

Sin embargo, estoy tan cansada que me quedo dormida a medio camino entre la preocupación, la pena y el remordimiento.  

***

Una pesadilla me despierta al amanecer. Una pesadilla dulce que me acaricia el brazo y las mejillas con una suavidad tan real que sé que esto no es sueño, pero ojalá lo fuera. Ojalá no gritara. Ojalá sus manos cálidas fueran las garras de un animal. Ojalá fuera un espejismo. 

Ojalá Ares no estuviera frente a mí, su rostro bañado por los primeros despuntes del alba. 

Ojalá su voz pidiéndome que me tranquilice fuera la canción de una pesadilla. 

Pero cuando mis lágrimas se deslizan cálidas y enteras, terriblemente enteras, por mis mejillas y cuando mis puños impactan recriminantes contra el pecho de Ares, cuando todo eso duele tanto como el hambre o la pena que llevo a la espalda desde hace semanas, sé que es real. Que él está aquí. Que ya está tan muerto como Franz y yo. 

—Vete —suplico entre lágrimas, negando con la cabeza—. No tienes que estar aquí. No tú. 

La pena se desborda en el rostro desencajado y blanco de Ares. Sus ojos no brillan, sus manos me sujetan, pero ellas también tiemblan. 

—No puedes estar aquí. 

Las palabras no ayudan. No crean realidades, no conceden deseos. ¿Y para qué sirven? Para las ilusiones, para los deseos sin cumplir, para romper promesas. Pero fallan en los momentos clave: solo puedo decirle a Ares que no debe estar aquí, que él no. ¿Pero cómo le pongo palabras a mis lágrimas? ¿Cómo le explico que está siendo protagonista de uno de los peores momentos de mi vida?

Las palabras tampoco están ahí para Ares. Abre la boca varias veces buscándolas, pero no las encuentra. Solo hace uso de movimientos torpes y abrazos inseguros que intentan detener un llanto que sale a raudales, imparable. 

Y así estamos los dos, sin palabras y con miedo, sacudiéndonos de terror, preguntándonos por qué estamos juntos, por qué la muerte es tan caprichosa, gritando dolor y suspirando pena y ausencia. 

Y entre llanto y palabras sordas, entre un abrazo frío por parte de Ares, cazo la mirada de Franz, atenta y triste, unos metros más allá, que nos observa pequeño, sin palabras que ofrecernos.

Es entonces cuando recuerdo la relación que guardaban Franz y Ares. La palabra sí que aparece entonces, clara y deslumbrantemente irónica: novios. 

Y entonces lo entiendo. Están obligando a Ares a atestiguar la muerte de su mejor amiga y de su novio. Y, si no es así,  lo están obligando a que sea él mismo su verdugo. Lo están obligando a morir. A matar al amor y a sus amados. 

Comprendo, con los brazos de Ares alrededor pero sin transmitirme calor, que solo la muerte nos rodea, ancha e inquebrantable. La muerte nos rodea, como siempre. Pero desde que Ares está aquí, el círculo se está estrechando. 

Y rompo a llorar.

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora