Capítulo 5.

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Amélie.

Mamá me observa con atención mientras cenamos. Ella no prueba bocado de la pasta a la carbonara que nos ha preparado John, el cocinero. Se limita a mirarme con ojos tristes y preocupados, surcados por dos grandísimas ojeras. Sus dedos, pequeños, débiles, tamborilean en silencio y con nerviosismo sobre la mesa.

— ¿Sucede algo? —pregunto finalmente, incomodada por el silencio.

Mi madre Elena parece salir de un trance interior, y cuando sus ojos dan conmigo, parece sorprendida.

—Ares ha venido —masculla, y posa su mirada de ceniza sin fuerza sobre mí.

— ¿Y le crees?

La sorpresa la bloquea de nuevo, y me mira confusa.

—Sé lo que te ha dicho —explico—: que estamos en peligro, que tenemos que irnos…Por eso te lo pregunto. ¿Le crees?

—Te mentiría si te dijera que no tengo miedo —responde, midiendo sus palabras—. Pero también es cierto que no tenemos ningún lugar al que ir.

Asiento, con la cabeza y engullo los macarrones que quedan en mi plato. Ya están fríos.

—Doblaremos la seguridad —propongo—. Doblaremos la seguridad, y fortaleceremos la casa, si eso os deja más tranquilos.

La mirada de Elena se vuelve polvo cuando tropieza con la mía.

—No podemos doblar la seguridad, Amélie. Nosotras…

—Ares tiene bastantes hermanos que estarán dispuestos a hacer guardia incluso por la noche, y también podríamos…

—Amélie —exclama mi madre en un graznido nervioso seguido de un profundo suspiro. Cuando pronuncia las siguientes palabras parece haber envejecido diez años—. Estamos arruinadas. Lo han saqueado todo, ¿entiendes? No nos queda nada, solo una cantidad pequeña que tu abuelo tenía escondida. Ni siquiera podremos mantener a John, ni tampoco a Ares.

No respondo de inmediato, y cuando abro la boca, mi madre niega con la cabeza, y mira hacia otro lado, intentando espantar las lágrimas.

—No podemos dejar a Ares tirado —declaro firmemente—. Toda su familia depende de él.

Mi madre alza las manos huesudas en señal de rendición.

—Nuestra familia va antes que la de Ares, cariño —replica, con voz trémula—. Cuando…cuando ellos vengan…—le tiemblan los labios—… no vamos a poder hacer nada aquí, no con nuestro apellido. Deberíamos coger el dinero de tu abuelo y huir, ya se nos ocurrirá a dónde…

—Mamá…

—No me discutas, Amélie. Soy tu madre, y has de obedecerme. Nos marchamos.

—No podemos simplemente largarnos —insisto yo, enfadada.

—Lo que no podemos hacer tampoco es esperar a que nos encarcelen, o algo peor.

—¡Ni siquiera estás segura de que eso va a pasar!

Elena no responde de inmediato. Se limita a mirarme, con tristeza infinita.

—Podemos proponerle a la familia de Ares que nos acompañe, si eso es lo que te preocupa.

Alzo la mirada con ironía. Incluso en estas situaciones mi madre se atreve a revolver mi relación con Ares hasta sacar lo que le interesa.

—Esto no tiene nada que ver con Ares.

—Entonces no hay nada que te ate aquí.

— ¡Claro que lo hay! —protesto, demasiado enfadada como para mantenerme sentada en la silla—. ¿Qué hay de nuestra vida entera? ¿Nuestra casa? ¿Nuestros recuerdos, nuestros amigos, la tumba de papá y la del abuelo? ¿No te parece suficiente?

—Volveremos cuando las cosas se calmen. Solo miro por tu bien, Amélie…

Suspiro, derrotada, y me echo a llorar sin saber muy bien por qué. Elena se levanta y me envuelve en un abrazo torpe e inseguro. Permanecemos abrazadas largo rato, hasta que mi madre besa mi cabeza con cariño y da la cuestión por zanjada.

—Mi maleta ya está hecha —anuncia, acercándose al umbral de la puerta del comedor—, deberías ir preparando la tuya.

Pasos inseguros me conducen hasta mi habitación, pero otros insisten en caminar hacia la puerta. Elijo a estos últimos, y les dejo guiarme con libertad bajo el cielo de plomo y ceniza.

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora