Capítulo 39.

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Amélie.

El despertar de mi segundo día en los juegos del hambre es dulce, tranquilo, sin prisas. Cómodo, incluso, a pesar del hambre y sed que tengo. Estoy tan encaramada a la nube de haber sobrevivido veinticuatro horas enteritas que no me doy cuenta de que, en unos juegos del hambre, el despertar no puede ser dulce. Ni tranquilo, ni mucho menos cómodo. No me doy cuenta de ello hasta que abro los ojos. Y, aunque la primera imagen que me ofrece el día es de pesadilla, me contengo para no gritar. Es algo que ya ha aprendido; el tragarme los gritos de terror y horror para mí. Sin molestar a nadie. Sin molestar a las…harpías. Mi mente da con ellas, trasladándome a mi cama de cuando tenía ocho años, a mi abuelo leyéndome el cuento de Jasón y los Argonautas. Harpías. Mujeres con alas. Animales de rapiña con cuerpos humanos. Buitres. Gárgolas góticas con rostros de pesadilla, solo que de carne y hueso en vez de de piedra.

Reales.

Tan reales que están delante de mí, al otro extremo del árbol. Son como aves…con cuerpo de mujer. Cuerpo de mujer con piel ocre, verde oscuro, una tonalidad que sugiere podredumbre. Su torso es igual al de una mujer: dos pechos, costillas que se atisban a través de la piel…sin embargo, sus piernas se convierten a medio camino en dos patas de ave flexionadas que, como no podría ser de otra manera, acaban en garras. Garras afiladas, de un repugnante tono en bronce. Los brazos nacen meramente para convertirse en dos grandes alas emplumadas de colores oscuros. Sin embargo, no me asustan las alas, ni tampoco demasiado sus garras. Lo que realmente aterroriza son sus rostros. Ojos minúsculos, vacíos y negros, como un pozo maloliente que, sin ni siquiera acercarte, sabes que está lleno de suciedad. Su pelo es un estropajo largo y de la misma tonalidad de negro que sus ojos, está enredado, y me dan ganas de vomitar al mirarlo. El resto de su rostro está surcado por marcadísimas arrugas, y su boca es una terrible apertura que deja a la vista una fila de dientes podridos y torcidos. 

Hay dos de ellas, cada una a cada uno de los lados de Franz, que duerme profundamente a pesar del tufo que desprenden los mutos, quienes parecen haberse dado un larguísimo baño en las alcantarillas más malolientes que pueda imaginar. Una de ellas utiliza su pata para acercar la mochila de Franz, que descansa a una corta distancia de mí. La otra está demasiado ocupada observando el trabajo de su compañera como para darse cuenta de que estoy despierta. 

Quieren coger la mochila.

Lo único que nos queda. Es como si nuestra vida fuera ahí dentro…

Sin moverme un centímetro, y recordando que los tapones de cera funcionaron en parte con las sirenas, llego a la conclusión de que la solución que tenemos que usar contra las harpías está en el mito. Tardo un poco, pero recuerdo que, en la historia de los argonautas, las harpías acudían a Fineo, un hombre ciego, cada vez que iba a comer, de manera que nunca podía hacerlo. Recuerdo que….recuerdo que uno de los argonautas usó unas alas para volar y meterles miedo, amenazarlas con que jamás volvieran a molestar a Fineo. Bien, el único problema es que yo no tengo alas, ni tampoco nada con lo que poder amenazarlas para que dejen a Franz en paz. 

Pero quizás no es Franz lo que quieran, si no solo su mochila. Si quisieran hacer daño a Franz, no se estarían esforzando por quitarle la mochila sin hacer ruido para que no se despierte. En ese caso, ¿merece la pena enfrentarme a los mutos por una mochila? 

Ya casi la tiene, un poco más y la tendrá en sus garras. Si voy a actuar, he de hacerlo ya. Sin saber qué me propongo, acerco mi mano sin hacer ruido a la cintura de mis pantalones, donde acabo de recordar que aún conservo el cuchillo con el que mataron a Dani. Acaricio su filo justo en el momento en el que una de las harpías se hace con la mochila e inmediatamente la siguiente acerca sus zarpas a Franz. En ese momento reacciono y me pongo en pie, de forma que los mutos se dan cuenta de que estoy despierta. Las dos me examinan con sus diminutos ojos y unos agudos cacareos salen de sus labios podridos. Agarro mi cuchillo y lo sostengo de forma amenazante, consciente de que no puedo lanzarlo sin arriesgarme a dar a Franz, quien acaba de despertar y contempla la escena con sorpresa pero sin miedo. Busca su mochila, y entonces me doy cuenta de que es ahí donde tenía el resto de sus cuchillos. Claro, por eso tenían que quitársela antes de cogerlo a él también. 

Porque tienen intención de cogerlo. 

De hecho, lo hacen. La segunda harpía rodea los hombros de Franz con cada una de sus zarpas y salen volando, en medio de más chillidos que no sé interpretar. Se lo llevan volando y yo no soy capaz de hacer nada sino quedarme mirando la terrible escena, con un cuchillo inservible en mis manos temblorosas.

Tienen que pasar tres segundos hasta que me dé cuenta de lo que está pasando. De todo lo que conlleva lo que está pasando. Van a matar a Franz. Y sí, es mi contrincante, y si muere él hay más posibilidades de que viva yo, pero mientras desciendo el tronco en el que estoy subida y corro por el terreno rocoso, solo puedo pensar en que es Franz. Es Franz, no un simple participante de los juegos del hambre. Es Franz, y él haría lo mismo que yo. 

Sin embargo, no es tan fácil. Las copas de los árboles están demasiado juntas como para atisbar el cielo, y solo puedo guiar mis pasos por los cacareos que mi oído alcanza a oír de vez en cuando. Los cacareos, y los gritos de Franz. Trago saliva; todo esto es una absoluta locura. Estoy corriendo por la arena, haciendo más ruido del que puedo imaginar, dirigiéndome hacia un enfrentamiento contra dos grandes mutos. Franz está en juego. Y es que ahora estoy saltando sobre el hilo del que depende mi vida. Lo estoy pisoteando, como si buscara a posta que se rompiera. 

Mis pasos torpes me llevan hasta un claro con suelo de arena y piedra. El bosque se ha acabado y ahora veo el cielo, más azul que gris, claramente. Veo cómo lo sobrevuelan las dos harpías y cómo su altura va descendiendo poco a poco. Entonces es cuando miro al frente y descubro delante de mí una cueva desde la que se pueden percibir más cacareos y más olor nauseabundo. Es entonces cuando me doy cuenta: las harpías conducen a Franz a su nido, donde hay muchas más de ellas. Lo matarán allí. 

Y estoy segura de que todo esto se debe a su comentario de ayer, a su actitud chulesca asegurando que, estando a mi lado, no iba a tener problemas con los mutos. Y ahora vamos a morir los dos. 

Lo único que puede salvarnos –salvar a Franz-, es que los mutos se detengan, tal como hicieron las sirenas. ¿Sería demasiada suerte que eso pasara dos veces? O, ¿Katniss le tendrá el suficiente miedo a la rebeldía capitolense que estará dispuesta a que las harpías no me maten?

Ya están aquí. Sin casi aterrizar, se meten en la cueva del resto de harpías. Respiro hondo y aprieto con fuerza mi cuchillo. Busco rápidamente una cámara y la encuentro camuflada entre la copa de uno de los árboles más cercanos del bosque. Me giro con rapidez y miro fijamente a la cámara, sin miedo, sabiendo que un primer plano de mi rostro se está proyectando en todo el país. Alzo la barbilla y me esfuerzo por que la rabia que corre por mis venas acuda a mi mirada. 

—Mátame si te atreves. 

Entonces salgo a correr y me interno en la cueva de las harpías, donde el hedor, los gritos de Franz y los cacareos de las bestias se mezclan en una escena que, si sobrevivo, presidirá mis pesadillas durante años y años.

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora