Capítulo 18.

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Katniss.

Las tareas de selección de mentores no resultan tan sencillas como en un momento pueden parecer. El visitar cárceles en medio del apogeo de una posguerra tan feroz no es nada agradable, y menos lo es entrevistarse cara a cara con los presos políticos, que ríen en tu cara su aliento fétido, que escupen, que sangran de heridas inhumanas.

El pasear por los distritos tampoco es nuestra actividad favorita. Somos protagonistas de todo tipo de miradas, de silencios descarados, y de toses amortiguadas.

Elegimos tres posibles mentores del distrito once, y otros cuatro del diez. En el nueve, el distrito en el que estamos ahora, no obtenemos ningún posible candidato, ya que este distrito siempre se ha caracterizado por el trabajo de campo y cultivo: es un lugar tranquilo.

Sin embargo, sí que hemos pasado toda la tarde en la cárcel, por lo que ya se nos ha hecho demasiado tarde como para ir al siguiente distrito, por lo que pasaremos la noche en la posada, un edificio modesto de tonos pastel.

La recepción está presidida por un chico que debe tener más o menos mi edad y que nos atiende con amabilidad. Hasta que su mirada se tropieza conmigo.

Al principio me mira con incredulidad, como si solamente fuera el resultado de un mal sueño, como si no fuera posible que fuera real. Después abre la boca ligeramente, y su incredulidad se convierte en enfado. Su mirada se desprende de mí y aterriza con fuerza sobre Johanna, Russell y Winnie, como preguntándoles qué hacen ellos con alguien como yo.

—Lo siento —murmura, finalmente—. En nuestra posada no hay sitio para Katniss Everdeen, ni tampoco para sus amigos.

Cuando pronuncia mi nombre con tanta frialdad, con seguridad, me fijo en él por primera vez. A pesar de mi enfado, no puedo negar que sea un chico guapo. Tiene la piel tostada, como si procediese de otro distrito, y el rostro armonioso, con unas facciones modeladas con cuidado y con gusto. Sus ojos son de un tono suavemente calcado del negro de su cabello, la nariz es larga, y sus labios llevan la batuta absoluta de su expresión; si sonríen, su rostro es dulce, pero si están fruncidos, entreabiertos, o enfadados –tal como están ahora-, sus facciones adquieren un gesto de dureza que haría temblar al hombre más fuerte del mundo.

En el momento en el que Winnie iba a replicar, aparece desde una pequeña puerta justo a las espaldas de la mesa de recepción un hombre mayor con bigote de morsa y barriga redonda.

—Buenas noches, señores —nos saluda, algo nervioso—. ¿Hay algún problema con estos huéspedes, Reak?

El chico, Reak, al principio no responde: se limita a deslizar sobre mí una mirada llena de veneno.

—Están con ella.

Los ojos del hombre mayor reparan en mí con reconocimiento, pero no con el mismo desprecio de Reak.

—Yo los inscribiré —declara, estirando sus labios en una sonrisa de disculpa—. Tú puedes ir a cortar el césped del jardín.

Reak finalmente obedece, no sin antes acribillarme a miradas.

—Siento la actitud de Reak —se disculpa el hostalero, mientras apunta nuestros nombres en una libreta—, les ruego que lo disculpen: no está pasando por un buen momento.

Winnie y Russell se encargan de los formalismos con el gerente, aunque este se encarga de disculparse conmigo personalmente. Unos minutos después, como cada noche, Johanna y yo deshacemos nuestra maleta sobre las camas de una habitación de hostal; modesta, pequeña, y poco decorada.

Ninguna dice nada, ni siquiera buenas noches. Nos limitamos a sucumbirnos a la oscuridad.

Despierto cuando aún es de noche, empapada en el sudor que ha nacido a causa de un mal sueño que recuerdo borroso y absurdo. No intento volverme a dormir: sé que no funcionaría.

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora