Capítulo 3.

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Amélie.

-La verdad es que no entiendo por qué mi madre está tan sumamente preocupada por la derrota de la guerra contra el trece —declaro, mientras Ares, ya vestido de diario, y yo estamos sentados en el césped de uno de los jardines de mi casa.

El cielo está sonriente, como burlándose de la locura que impera en el Capitolio durante estos días. Ares se frota el cabello, preocupado.

-Tampoco es para estar tan campante, Mel. Esa gente está enfadada. Y quieren ver caer a todos los peces gordos. Uno por uno.

-¿Y eso qué más nos da a nosotras?

-Provenís de donde provenís —me recuerda él, algo incomodado.

-Ya, ya lo sé, pero supongo que esa gente tiene cerebro. No sé, ya sabes, se supone que han ganado una maldita guerra. Contra nosotros, el mismísimo Capitolio. Si son listos para ganar una guerra, también lo serán para saber distinguir las generaciones de una familia, ¿no crees?

Ares se encoge de hombros, y caza una margarita del suelo. La hace bailar entre sus largos dedos antes de responder.

-La venganza es muy mala —asegura, sin mirarme directamente. La luz del sol hace que sus ojos, totalmente negros, adquieran un carácter dulce—. Ciega a la gente, y no actúan según lo que les dice su cerebro, sino su corazón, que en esos momentos está envenenado de deseos de venganza.

-No nos va a pasar nada —apunto yo—. Ni a nosotras, ni a ti, ni a nadie. Con hundir el país ya han tenido más que suficiente, Ares.

-Tu madre es una mujer lista.

-¿Y?

-No lo sé, solo digo que, si está preocupada, debe haber una razón. Ella estuvo muchos años en las esferas más altas del gobierno: sabe dónde pisa. No deberías tomarte todo esto tan a la ligera, Mel.

Río ligeramente antes de responder.

-Lo que os pasa a vosotros es que sois un par de drama queens gigantescos —Ares corresponde a la sonrisa, algo a su pesar—. Ahora en serio…mira, sé que esto es algo serio, pero, ¿qué quieres? ¿Que me amargue, que no duerma de la preocupación, que viva con miedo?

Ares no responde de inmediato.

-Ares —le apremio yo, incomodada por su silencio.

-No lo sé, Mel. Lo cierto es que no lo sé, no sé cómo piensa esa gente, pero si son tal y como los describen –violentos, bárbaros, crueles–, a por quien primero van a ir es a por vosotras. Y estáis muy expuestas aquí, en vuestra casa de toda la vida, la que fue su casa. ¿De verdad crees que estáis seguras aquí?

-¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que estás intentando decir?

La mirada de Ares rehúye mis preguntas lanzadas como espadas por mi voz y ojos inquisitivos.

-Deberíais marcharos —dice finalmente. Su mirada recae sobre la margarita que sujetan sus dedos trémulos.

He de reprimir una risa irónica y sorprendida.

-¿Hablas en serio? —Ares no responde—. No podemos irnos. ¿Dónde iríamos? ¿Cómo iríamos?

-Si hay algo que está claro, es que no podéis quedaros aquí: no es seguro.

Río suavemente, y abro la boca para replicar, pero él se me adelanta. Arroja con desprecio la margarita al suelo y se levanta, ya caminando con pasos decididos hacia mi casa antes de que pueda reaccionar.

-¿Dónde se supone que vas?

Ares gira sobre sus pasos, pero sin detenerlos. Dispara una mirada que no se descifrar antes de responder.

-A buscar a la única persona de la casa que parece no tomarse el asunto a broma.

Ya se ha ido antes de que pueda hacer algo. Recojo la margarita, y me tiendo con derrota sobre el césped. La sonrisa azul del cielo está menos clara. Ahora ha adquirido otro carácter. El de amenaza de lluvia, quizás. 

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora