Capítulo 40.

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Amélie

Nunca he estado en el infierno. De hecho, nadie que haya estado en el infierno ha vivido para contarlo. Por eso, cuando estoy en la cueva, cuando el nauseabundo olor que impera se me pega a la piel, cuando la oscuridad se alza en su trono, sé que esto es el infierno. 

Sé que es el infierno porque tengo la certeza de que moriré aquí,  y no viviré para contarlo.

Grito el nombre de Franz tantas veces como el hedor, que se mete en mi boca cuando hablo, me lo permite. Pero lo único audible son los cacareos y gimoteos de las harpías. Camino a tientas, cegada totalmente, y siento cómo las aves vuelan cerca, e incluso las garras de una de ellas me rasgan las mangas de la camiseta. 

Las lágrimas no tardan en venir, y el nombre de Franz en mis labios es solo un murmullo lastimero. 

Justo entonces oigo su grito. Desgarrado, de dolor hasta los topes. Dejo que su voz fracturada por todos lados impacte en mí, me corte, me guíe. Mis pasos me conducen hasta donde los cacareos y los gritos de Franz alcanzan una nueva potencia. Lo están matando. Y mis heridas sangran, al igual que sangra mi garganta bramando su nombre. Y caigo al suelo, consciente de que no seré capaz de levantarme otra vez, y los ojos de Franz rompen la oscuridad, abren en ella dos pequeños agujeros de verde brillante, chispeante. 

El verde vivo de sus ojos es lo último que veo antes de dejarme caer en el tiempo, en el momento.

***

Verde es lo último que veo cuando duermo y lo primero que veo cuando despierto. Contemplo la posibilidad de estar muerta durante un par de idílicos segundos en los que la confusión amortigua el dolor que corretea a lo largo de todo mi cuerpo, como si estuviera listo para saltar. Estoy tumbada y lo que veo es un cielo de hojas, un cielo verde. Vuelvo a estar en el bosque. Estoy tendida sobre tierra húmeda, fresca. Miro alrededor, y entonces lo veo. Un claro. Un claro con agua y con Franz dentro. Franz se echa agua encima repetidas veces, como si no pudiera obtener suficiente. Es entonces cuando me examino. Las partes del cuerpo que tengo al aire están llenas de rasgaduras, suciedad y moratones. Todo ello se vuelve concreto cuando intento moverme y mis huesos parecen temblar. Sin embargo, consigo incorporarme. A pesar de que me duelan todas y cada una de ellas, ninguna de mis partes del cuerpo está rota. 

Justo en ese momento Franz me echa una mirada rápida. Lo hace mecánicamente, como si lo llevara haciendo mucho rato por sistema. Como si estuviera pendiente de que no me pase nada. El verme despierta, devolviéndole la mirada, lo descoloca un poco. Levanto levemente mi brazo a modo de saludo y esbozo una sonrisa cansada. 

Franz entonces se acerca lentamente, en ropa interior y con un montón de ropa en las manos. Se arrodilla ante mí y me observa con atención. Yo intento mirarlo a los ojos y no a su torso y piernas desnudas, pero resulta que todavía no me he acostumbrado a su mirada artificial, y no me deja otro lugar en el que dejar aterrizar mis ojos que su torso, que, aunque delgado, es firme y marcado. 

—La última vez que te vi… —murmuro, y las palabras raspan mi garganta— creo recordar que ambos estábamos realmente jodidos. 

Franz casi sonríe. Juraría que he visto cómo la línea de sus finísimos labios temblaba, como si estuviera a punto de curvarse. Mira hacia otro lado y asiente levemente con la cabeza. 

—Lo estábamos…

—Entonces, ¿estamos muertos? ¿estoy muerta y tú eres un sueño, o…?

Sigue sin sonreír, pero las siguientes palabras las pronuncia como si lo estuviera haciendo.

—Vaya, ¿es que mi torso desnudo es para ti algo celestial, que no puede existir en la tierra? 

Río levemente. 

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora