Capítulo 35.

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Recordad que hoy he subido dos capítulos; aseguraos de haber leído el anterior antes que este ^_^

Amélie.

Sentirse como Dostoievski. Así lo definiría mi abuelo, quien solía contarme la historia del novelista ruso una y otra vez. El escritor favorito de mi abuelo coqueteó con la muerte en diversas ocasiones. La más famosa, por su morbo, obviamente, fue aquella en la que llevaron a Dostoievski al pelotón de fusilamiento. Mataron a los que estaban delante de él, lo apuntaron, y compartió una última sonrisa con la muerte antes de que llegara un mensajero que portaba consigo la noticia de que al bueno de Dostoievski le habían perdonado la vida. ¿Lo malo? Tres años de trabajos inhumanos en Siberia que hicieron que el ruso volviera a rondar a su vieja amiga la muerte. Después de eso, una vida más que miserable. 

La muerte miró fijamente a Dostoievski. 

Y esa batalla titánica que se lidia en mi garganta y en mi estómago, esa sensación de estar al borde del desmayo y esas ganas de llorar continuas solo me hacen pensar que yo también miro a la Parca, frente a frente. La diferencia es que yo no tengo la fuerza suficiente para sostenerle la mirada. Para sonreírle e invitarla a que haga lo que tenga que hacer. Al contrario que Dostoievski, yo no estoy lista para morir. No tengo ningún legado que dejar al mundo. No he hecho nada en el mundo. Tan solo nacer en el momento y lugar equivocado. 

Sin embargo, es inevitable. Ella ya me tiene sujeta. Me tiene tan fuertemente agarrada que el vómito escala mi garganta con facilidad, y pocas cosas hay que lo hagan descender. Ni siquiera Cinna, aunque no es porque no lo intenta. 

—No puedo imaginar cómo te sientes ahora, Amélie —me dice, cuando, tras un viaje no demasiado largo en aerodeslizador llego a la plataforma de lanzamiento. Metálica, cutre. Huele a humedad—. Solo sé que…eres importante. Me importas. Puede que sea una descortesía de mi parte repetirte las palabras que en su día le dije a la persona causante de que estés aquí, pero creo en que las palabras, si son sinceras, no pierden su esencia. Y, si me dejaran apostar, apostaría por ti. 

No encuentro palabras con las que responder a Cinna. Me limito a examinar mi uniforme para ahí dentro: está formado por unos leggins de licra negros que llegan hasta los tobillos y una camiseta de manga corta del mismo material y del mismo color. Las zapatillas son de goma, y negras también. 

Le echo una última mirada al espejo. Para nada parezco una asesina. Ni siquiera una chica valiente y decidida; solo una chiquilla asustada, con ojeras, y que no sabe muy bien dónde está. Mi pelo rubio está recogido en una alta y fuerte cola de caballo, y mi rostro se encuentra hundido, aplastado, machacado. 

La llamada alerta todos mis instintos de nuevo, sobre todo el de las ganas de llorar. Comparto una mirada con Cinna, quien me da un abrazo que me reconforta. 

—¿Me regalas una última sonrisa?

Asiento y obedezco, a la vez que Cinna enjuga una de las lágrimas que han empezado a resbalar por mis mejillas. 

Me meto en el tubo, y cierro los ojos. Pienso en Dostoievski. En cómo nadie va a pensar en cómo me sentí yo al estar a punto de ser lanzada a la arena en la que me matarán cuando alguien esté a punto de morir. En cómo nadie dirá “sentirse como Amélie Snow”. En cómo soy ceniza a punto de volar, se ser arrastrada por el viento al igual que estos mismos pensamientos cuando la plataforma empieza a subir, la luz diurna me ciega y el aire se convierte en artificial. 

Sinsajo. ¿Qué pasaría si...?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora