34. ESTÚPIDO SENSUAL

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—Imbécil —replicó Carolina al siguiente día. Apretó con un puño la camiseta que tenía a un costado.

Había ido a visitar a Ana en la casa que le prestó y que prometió ayudarle a limpiar. Al llegar supo que la hija menor estuvo enferma con varicela y no pudo quitar la yerba que había delante y atrás de la casa, solo limpió el interior con mucha dedicación.

Ian insistió en acompañarla y ayudar. Fué un tanto frustrante verlo tan calmado después de lo que le hizo: dejarlo sin sexo.

Carolina se cansó al mediodía, le dolía la espalda y sabía que era por la caída del toro. Se sentó en una barda a medio construir, para ver qué tan cierto era que le gustaba el trabajo pesado bajo los rayos ardientes del sol.

El tipo rudo dejó pasar una hora en la que siguió cortando maleza mientras ella esperaba a que Ana le llevara una jarra de limonada.
Cuando creyó que se daría por vencido, fue sólo para detenerse ante ella.

—Creo que llevo demasiada ropa encima —le dijo y empezó a quitarse la camisa de una manera tan lenta y sensual que Carolina por poco pierde la fuerza en la quijada.
Miró esos vellitos en su estómago que señalaban el camino al paraíso y más arriba los músculos marcados, los pectorales. Apretó las piernas sintiendo ganas de llevárselo a algún lugar entre la yerba y montarlo como al toro, sin importar cuántas veces la derribara o la dejara adolorida. Debía reconocer que la tenía embobada, a pesar suyo.

—¿Me la cuidas, princesa? —inquirió y se la lanzó en el rostro.

Carolina cerró los ojos. Se quitó la prenda de la cara y lo miró enojada.

—Claro, príncipe.

Vió el moretón de la barbilla, debido al golpe que le dió la noche pasada y uno más grande en el antebrazo, incluso tenía la marca rectangular bien clara del arma que usó para dañarlo. Un remordimiento la alcanzó. Tal vez si debió compensarlo con una buena dosis de besos y abrazos...

El hombre le dió la espalda y vió su increíble trasero. De inmediato se tocó el suyo que era muy pequeño y meneó la cabeza. Ese le gustaba más. Sus ojos siguieron el andar de ese par de nalgas perfectas.

—Idiota, imbécil... qué estúpida soy —siguió ofendiéndose por tener todo a su disposición y no quererlo tomar.

Se removió en la barda y su vientre saltó excitado. Se mordió los labios. Ya no quería verlo, pero era imposible. Gruñó molesta.

Algunas mujeres pasaban por la calle y hacían sumamente lento su andar con tal de admirar ésa escultura humana. Era una obra de arte.

—¡Hey, hey cabronas! ¡Se cobra por ver! —le gritó a un par que sin la menor discreción se asomó a verlo mejor—. ¡A su casa bola de viejas que es mío! —se les acercó amenazante.

—Es guapo tu novio —señaló Irene, la hija mayor de Ana,  con una sonrisa. Carolina se sorprendió y la miró sin agrado—. No es mi tipo —agregó rápidamente la adolescente— además, es muy viejo para mi.

—No es mi novio.

Ian miró a las chicas en la calle y a la que le interesaba, mirándolo y se tocó el pecho. Sabía que hacer para llamar la atención. En más de una ocasión había posado para revistas importantes y no precisamente de índole informativa.

La adolescente estaba babeando, cuando la mano del hombre se deslizó hasta el estómago de acero. Carolina también había mirado ese gesto seductor. Entonces recordó que no era la única y miró a Irene.

La chiquilla despertó de su sueño cuando una expresión felina apareció frente a sus ojos.

—Ni se te ocurra —le advirtió apretando la sudada camiseta del zoólogo.

¿QUÉ HARÍAS POR AMOR?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora