36. LAS RANAS

3.1K 469 68
                                    

Ian soñó que unos ojos lo observaban atentamente. Esos ojos eran demoníacos, había una maldad en ellos que lo inquietaban. Se removió en la cama, pero no abrió los ojos.

Sentía algo extraño e incómodo recorriendo su cuerpo. Apenas si recordaba haberse destapado durante la noche que estuvo relativamente cálida.

Carolina se sentó a tomar una taza de café. Eran las cinco de la mañana.
Después de la noche tan incómoda que vivió y de lo alterada que estuvo al llegar después de lo ocurrido con Ian, en la madrugada se levantó a las tres y salió a dar una vuelta por los alrededores. Anduvo caminando de aquí allá, sin rumbo, sólo donde el instinto y su oído le guiaron.

Tardó dos horas en regresar, pero al entrar a la casa se sintió mucho mejor. Miró hacia el segundo piso, donde su huésped descansaba y sonrió.

Recordaba haberlo observado mientras dormía plácidamente... ¡el muy sinvergüenza!

Observó su increíble torso desnudo, esa piel que deseó acariciar en su inconciencia, pero se contuvo pues habria sido una violación a su intimidad y no quería que un hombre la acusara de abuso.
Estuvo muy tentada. Hasta que recordó que la había dejado temblando de rabia y deseo después de besarla.

—¡Carolina! —lo escuchó gritar como nunca y sonrió malévola.

Luego se empezó a reír. Se acabó el café y se levantó.

—Pobrecito, tan grandote —murmuró llevándose la taza al fregadero.

—¡Carolina! —llegó el segundo grito.

Caminó hasta la puerta para salir. Luego se detuvo.
No sería mala idea subir a ver qué se le ofrecía. Después de todo, era su invitado.
Se rió maliciosa y fué a verlo.

Ian no podía moverse. Sabía que era un estúpido estado mental, que no pasaría nada si se levantaba y salía corriendo como loco.

—¡Maldita Susan! —replicó entre dientes sintiendo que la ansiedad trataba de controlar su cabeza.

Habían quedado huérfanos de madre quien fué viuda desde joven y siendo un inquieto niño de seis años con una hermana de veinte, estudiante de medicina, sin mucho tiempo para tolerarlo, lo ayudó a desarrollar una fobia estúpida con la que pudo controlarlo.

—¡Maldición!

Se escuchó que tocaron a la puerta y cerró los ojos al sentir la invasión por todos lados. De nuevo ella tocó.

Sonrió mordiéndose los labios. Podía oírlo sufrir por su regalito, en realidad como una veintena de regalitos.

—¡Abre la maldita puerta y entra ya! —gritó desesperado.

Carolina dudo un instante, más por traviesa que por temor.

—Buenos días... —saludó alegremente y contuvo una carcajada al verlo, pálido y sudoroso.

No se movía, solo veía a las pequeñas ranitas que estaban por todo su hermoso cuerpo.

—Quítame éstos bichos de encima.

Carolina se acercó hasta el pie de la cama y lo recorrió.

—Oiga, sé que le encantan los animalitos, pero no es para tanto.

Recibió una mirada que por poco la fulmina.

—Sabes que no soporto las ranas verdes.

—¿Qué? ¡No le creo!

—¡Por Dios Carolina, es en serio! —dijo desesperándose.

Estaba tieso, notó ella y empezó a merodearlo.
Ian no la veía, su atención estaba por completo en esos animalitos que tanto temía.

¿QUÉ HARÍAS POR AMOR?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora