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 Ese día ella tenía un moretón en su ojo derecho, era tan oscuro que se propagaba hasta la mejilla, sus nudillos estaban abiertos a carne viva lo que denotaba que los había estrellado contra la cara de alguien, su labio inferior estaba hinchado y ...

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 Ese día ella tenía un moretón en su ojo derecho, era tan oscuro que se propagaba hasta la mejilla, sus nudillos estaban abiertos a carne viva lo que denotaba que los había estrellado contra la cara de alguien, su labio inferior estaba hinchado y partido. Su ropa se hallaba impregnada de tierra y pequeñas ramitas o hojas se perdían en su cabellera azabache. Supuse que esa era la razón por la que estaba de humor.

—¿Con quién te peleaste hoy? —pregunté cuando cerré la puerta.

—Con Reloj, esa tonta de la manada Oro.

—¿Cuánto duraste? —Esa era una pregunta común en nuestra familia porque era obvio que nunca se ganaba.

—Treinta segundos antes de perder —Me observó fascinada—. Pero iba a ganar, sólo que se metieron sus dos amigas cuando notaron que alguien de Betún iba a insultar a Oro.

—Siempre eliges las peleas más difíciles, contra tres o más contrincantes y contra gente de primer nivel —noté.

—Sí y tú hablas como si fueras un robot sin sentimientos.

—No tengo sentimientos.

—Pues ojalá fueras un robot así te ataría al techo de la camioneta o te tiraría en un basurero de chatarra.

—¿En la chatarrería donde naciste?

Me observó divertida.

—Esa misma, a veces les envío postales para mi cumpleaños o la Ceremonia de Nacimiento.

—Les enviaré saludos de tu parte.

Ella rio y encendió el auto. Rápidamente tomamos la carretera desolada, no vivía mucha gente por ese lado del bosque. El sol descargaba sus últimos relámpagos dorados de luz, el cielo adquiría una tonalidad rosada, los pinos, robles y abetos rodeaban el camino como centinelas en fila.

Bajé la ventanilla y Mirlo aumentó la velocidad como si leyera mi mente y supiera lo que necesitaba. No había nadie en la carretera, las ruedas parecían suspendidas sobre el asfalto como si volaran. Se podía ver el cinturón de barrancos y montañas que contorneaban con sus pétreos brazos el valle donde vivíamos. Con la escasa luz las montañas se veían como una masa negra en el cielo, que contenía las estrellas. El aire gélido olía a tierra mojada y pino.

El pueblo donde vivíamos era Mine, se llamaba así porque significaba «mío» en una lengua muerta. Y en ese momento sentí que verdaderamente podía ser mío.

Saqué la mitad de mi cuerpo y sentí como el viento me jalaba hacia atrás, retándome, purificador y asesino. Lo noté como una bandera helada cubriéndome. Ella me dedicó una sonrisa feroz, se desabrochó el cinturón, abrió la ventana y se inclinó hacia fuera.

A Mirlo solía gustarle el peligro y en mí caso era lo único que me hacía sentir vivo. Me trepé al techo, parándome de rodillas sobre la placa metálica, ella disminuyó la velocidad, pero no lo suficiente, me aferré del marco de la ventanilla para no caer.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora