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 De repente una luz roja nos iluminó como si estuviéramos cubiertos de sangre, fue repercutida por un estallido y más colores destellantes

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 De repente una luz roja nos iluminó como si estuviéramos cubiertos de sangre, fue repercutida por un estallido y más colores destellantes. Ambos observamos los fuegos artificiales del cielo. Se veían como capullos que florecían y se marchitaban en el instante, como un ciclo de vida luminoso y breve.

—¡Fuegos artificiales! —gritó ella como si no me hubiera dado cuenta.

Iba a burlarme, pero me abstuve. Mirlo abrió los brazos como si quisiera recibirlos y rio igual que una niña feliz, bajé mi vista y la vi gozar de los destellos fulgurantes porque lo único radiante del bosque, para mí, era ella.

Cuando llegamos al río divisé los característicos andamios de madera que se construían para hacer los clavados más peligrosos que podías imaginar. La gente trepaba a ellos, se quedaba cantando y gritando en la cima o se arrojaba para repetir el proceso. Había una sección del bosque que el río discurría al este y desembocaba en un lago, mientras que, cuando el río torcía hacia el oeste, chocaba con una pared del acantilado para luego continuar su curso.

En ese sector estaban los jóvenes que querían embriagarse y tener sexo toda la noche, o arrojarse una y otra vez al río para ver si no caían sobre rocas. Los árboles eran más espesos del otro lado del río por lo que la oscuridad era absoluta, no había antorchas de ese lado y podía oír algunos gemidos lujuriosos proviniendo de allí. De nuestro lado se ubicaban barras, andamios y pistas de baile improvisadas.

—Mira, ahí está el chico de los moretones —dijo una voz femenina.

Pero cuando volteé ya no había nadie ahí.

—Qué lento que es —comentó una voz procedente de la izquierda.

No me molesté en mirar porque sabía que cuando lo hiciera no habría nadie en ese lugar. Se movían más rápido que mis sosos ojos humanos. Mirlo apretó más mi mano, ella de seguro podía oír todo, iba delante de mí, observé sus hombros y estaban tensos. Le mordí la piel cariñosamente, ella volteó y oprimió los labios con pena.

—Olvidémonos del alcohol —comentó distraída, observando en varias direcciones a la vez, me pregunté qué cosas estaría escuchando.

—Era una buena idea.

—Qué va, era pésima —se lamentó y me miró divertida—. La última vez que te vi ebrio tenías dieciséis. Poca gracia, comentarios tontos, te tropiezas con cosas que no existen, sudas y te ríes como un cerdito.

—Usaste diminutivo en cerdo para que suene adorable.

Ella abrió los ojos.

—Si recordaras la risa que tenías, para describirla usarías todas las palabras, menos, adorable —Luego su rostro se puso un poco serio—. Vamos con el resto de la manda —Parecía que me suplicaba.

—Como quieras, terroncito de azúcar.

Ella rio de mi imitación de Circo y Pan.

—Oh mi cielito de caramelo, siempre me haces reír.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora