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Me puse de pie, todos aplaudieron, golpearon sus vasos o aporrearon la mesa

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Me puse de pie, todos aplaudieron, golpearon sus vasos o aporrearon la mesa. Las cosas comenzaron a temblar como si estuvieran en un terremoto, el pequeño Radio se echó a llorar, asustado del alboroto.

Agarré mi billetera, la carta y el teléfono celular, Mirlo se puso el abrigo mientras mi hermano y Yunque corrían a la cochera. Se habían retado a una carrera, pero Yun se tropezó con sus propias piernas regordetas y cayó al lodo.

—No cuenta —gritó incorporándose y buscando a la desesperada la roca con la que había tropezado.

Mi hermano se había llevado casi una docena de panecillos, siempre tenía hambre a causa de las exorbitantes cantidades de ejercicio que hacía. Agarré una computadora portátil, Yun, Ceto y yo éramos unos aficionados a la informática que había sobrevivo del mundo de los humanos y jamás podíamos hacer un viaje largo sin una.

Antes de salir Rueda me interceptó en la entrada, me agarró de mis vaqueros y tironeo suavemente. Era muy canijo para tener cinco años, tenía puesto un pijama de dos piezas con dibujos de extraterrestres y asteroides, aunque quería ser un villano era todo un sentimental.

—¿Te vas ahora?

—Sí, Rueda.

—Pero hoy es sábado. Hoy me lees un cuento. Toca el cuento de la ciudad de plata. Pu-puedo ir a buscar el libro si quieres...

—¡Que no Rueda, que nos vamos! —lo regañó Yunque, alzando la voz desde fuera, limpiándose los pantalones, solía tener buen oído, podía escuchar a cuadras de distancia.

Runa, que estaba la mesa terminando su cena, también lo oyó, se bajó de un salto de la silla y corrió hacia allí, pude escuchar sus ruidosos pasos, aproximándose como tormenta hasta que cruzó el umbral y se precipitó al interior del desván. Se acomodó la cacerola que se mecía sobre su cráneo.

—¡No existe la ciudad de plata ni tampoco los humanos, ya madura, Rueda! —lo amonestó como si fuera un pecado ser infantil.

Los ojos de Rueda se pusieron acuosos y observó con timidez el suelo ¡Madre mía! ¿De verdad eso iba a poder conmigo?

Odiaba cuando los niños lloraban, hacían mucho ruido y se ponían pegajosos. Pero Rueda era como mi hermano pequeño.

Me incliné hacia él, lo agarré de la remera de asteroides, su barriga infantil abultaba la tela.

—Sí, que existen los humanos, están ocultos en una ciudad de plata venenosa —resumí y miré severamente a Runa para que no contradijera—. Cada edifico es de plata y todos visten de ese metal maldito. Viven bajo tierra, como serpientes, jurando entre dientes su venganza eterna contra los licántropos que los mataron a todos cuando dio luna llena —dije enterrando mi mano en su estómago y haciéndole cosquillas.

Él rio y gritó lo suficientemente agudo como para obligarme a soltarlo demasiado rápido, les di a ambos un beso en la frente de forma apresurada y ruidosa.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora