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 Fuimos los únicos pasajeros de ese tren que bajamos en la estación Suelo Muerto

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 Fuimos los únicos pasajeros de ese tren que bajamos en la estación Suelo Muerto.

 El tren continuaba su curso hacia el país vecino, el 21, pero nosotros nos bajamos en el país 20, un lugar en donde casi no vivían licántropos.

 El cielo estaba encapotado y despedía una luz plomiza sobre la superficie, las temperaturas del invierno se hacían notar congelando algunas hierbas. Además, ya anochecía.

 La estación estaba prácticamente en ruinas, las plataformas desbordaban hierbas crecidas entre su suelo cuarteado, el techo sobre los bancos de espera estaba derruido, el metal de las columnas corroído, la casilla con baños públicos era de madera cuarteada y despintada.

 Fuimos hacia la boletería, dejamos las dos motocicletas que le habíamos pedido prestadas a Nuca y Cartílago y entramos a la casilla, el suelo estaba cubierto de polvo y pelo. El vidrio de la boletería estaba opaco por la tierra y mugre, en la superficie sucia colgaba un cartel que decía «Fuera de servicio» y parecía haber sido colocado hace más de veinte años.

Caminamos hasta la calle de tierra que rodeaba la estación, detrás del sendero había un campo de hierbas y, mucho más lejos un bosque, que se veía como una línea oscura antecediendo unas montañas aún más lejos.

En la vereda del lado izquierdo había una parada de bus que había sido el lienzo de millones de pinturas aerosol. Del lado derecho yacía un banquillo con un anciano esquelético ocupándolo, era de tez morena, arrugada, vestido con unas pieles de cabra que olían terrible. Parecía no llevar pantalones, su peste agría me dio náuseas y era mucho decir, viniendo de alguien que compartía baño con Yunque. La barba blanca le llegaba a las rodillas y se la acariciaba como si fuera un gato.

Giró su cabeza, nos observó con interés y tardó en reaccionar:

—¿Estoy soñando? —preguntó parpadeando.

—No —respondió Yun.

—¿Son turistas?

—Sí —contestó Mirlo, vacilando un poco y agarrándose las correas de la mochila.

—¿Se perdieron?

—No —volvió a contestar Yun.

—Entonces no entiendo —concluyó el anciano poniéndose de pie sin dificultad y con la vitalidad de un joven—. ¿Qué hacen aquí?

—Queremos ver las ciudades humanas.

—Ya casi no queda nada de ellas —observó nuestra ropa—. ¿Cómo consiguieron el dinero para venir aquí?

—Se lo robamos al último que pregunto eso —bromeó Cet.

El anciano rio, solo tenía un diente, no me sorprendía. Colocó sus manos en la cintura y arqueó su espalda para continuar con su carcajada, de repente, la detuvo.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora