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Llegamos a nuestra casa y todavía era de noche

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Llegamos a nuestra casa y todavía era de noche. Estaba preparado a subir de puntillas hasta mi habitación, pero todo Betún se hallaba despierto, con las luces encendidas.

Escuchamos los gritos, que venían desde la casa, en mitad del bosque.

Corrimos hacia allí, Mirlo se me adelantó y entró de sopetón por la puerta, pero al parecer vio algo que la tranquilizó. Cuando la alcancé, crucé el umbral y me encontré con algunos miembros que bebían café en la sala de estar. Los niños jugaban felices de haber trasnochado y Cartílago estaba en la cocina horneando algo con su hermana Tibia, a los dos se los veía estresados. Todo era iluminado por racimos de velas o antorchas, la tormenta había cortado la electricidad.

Había alguien gritando. Yunque y Ceto, ya vestidos, me esperaban en la puerta, susurraron una sola palabra:

«Papel»

El nuevo integrante de la manada parecía tener la peor noche de su vida, chillaba de agonía, lloraba, balbuceaba palabras incomprensibles y volvía a gritar. Los bramidos de dolor provenían del piso de arriba, la voz de Rudy se arrastraba hasta el comedor como un susurro tranquilizador pero los gritos del niño devoraban cualquier intento de aliento. Subí rápidamente los escalones, Pato y Rueda estaban sentados en el rellano, ambos en silencio y con expresiones compungidas.

Me incliné a comprobar el estado de las manos vendadas de Rueda, cuando él me dedicó una sonrisa juguetona, le sacudí el cabello y seguí hacia final de pasillo. Se suponía que el nuevo niño compartiría habitación con ellos, pero estaba solo y gritando.

Avancé por el pasillo hasta entrar a la recamara con dibujos, afiches, muñecos de felpa y otro montón de chucherías baratas y viejas.

En una cama individual descansaba un niño de doce años, de cabellos anaranjados, con la piel pálida y perlada de sudor, sus pecas se veían como manchas oscuras surcando su piel. Tenía los ojos verdes cerrados a cusa del dolor, como si quisiera escapar el rincón de su cerebro en donde no sintiera nada. Y en el lugar donde debía estar su pierna izquierda había un muñón de color granate, vendado con compresas que absorbían la sangre con avidez. Sólo había conservado la rodilla y un poco más.

A su alrededor estaban Rudy y Milla, tratando de tumbarlo en la cama y sugiriéndole amigablemente que se quedara acostado o se le abrirían los puntos. Pero el niño negaba con la cabeza y se revolvía entre las sábanas manchadas de sangre. Me cerní sobre él y abrió enormemente los ojos, trató de decir algo, pero no lo entendí.

—Está delirando —me explicó Rudy con la cara contorsionada por la pena.

Le toqué la frente, estaba volando en fiebre. Alrededor de la cama había baldes con hielo. Rudy soltó al niño y enterró su cara en las manos para llorar, tenía buen corazón y, al igual que Mirlo, le era imposible ocultarlo bajo una actitud férrea, aunque su hija era más impasible.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora