Epílogo

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La fiebre lo tuvo prisionero varios días.

Cuando despertó lo hizo por un espasmo de frío que sacudió su cuerpo. Abrió los ojos asustado y trató de comprender dónde estaba porque no recordaba cómo había llegado hasta allí, para él se sentía como otro planeta.

El cielo estaba encapotado, de él se desprendía una cortina de lluvia delgada, dispersa y gélida. Se quedó hipnotizado, viéndola caer mientas su respiración agitada se tranquilizaba. Un inmenso dolor sucumbía su cuerpo y mutilaba sus articulaciones, no lo dejaba pensar en otra cosa, llevaba días sintiéndolo, echado entre las agujas de pino, gimiendo de dolor.

Fue entonces cuando de pronto, como si se despidiera para siempre, el dolor lo abandonó. Solo quedó un profundo silencio que fue ocupado por el trinar de los pájaros o el ulular de algún búho. Pero no solo eso... no, podía oír también las pequeñas gotas contra el piso, y las hormigas cavando bajo la tierra y sus pulmones crujiendo por un poco de aire y el miedo, su miedo olía ácido y había algo que lo quemaba.

Miró sus piernas y notó que tenía sobre ellas un manto plateado, lo pateó desesperado y se alejó de él. Sus piernas estaban ampolladas y rojas. Ahora que había notado ese manto no podía ignorarlo su olor era toxico y dañino.

Miró en derredor. Había dos cadáveres descomponiéndose a su lado, eso lo puso triste, pero tenía que seguir adelante aunque su mente le decía que debería velarlos y llorarlos... pero no podía, solo tenía un nudo en su garganta con el que podía lidiar. La melancolía era algo que ya no lo atormentaba. Había una tienda plateada también en donde reposaba el segundo cadáver, las moscas revoloteaban.

Sus piernas dolían tanto, no, su cabeza, no, lo que más dolía era su garganta, pero no era nada comparado con su estómago, tenía un hambre voraz; sentía como si no hubiera probado bocado en mil años, sus labios estaban agrietados y secos. Los ruidos lo ensordecían, los olores le provocaban nauseas, y todo estaba tan nítido y brillante, los cadáveres. El ruido. El dolor.

Un alarido rabioso se escapó de su garganta.

Y no pudo pensar en nada más porque un último sentimiento se apoderó de él para no irse en mucho tiempo. Fue como una idea, se presentó en silencio y a través de caricias ocupó un lugar en su cabeza. Fue un sentimiento tan vivo, tan ruidoso:

Mata.

Dan Carnegie se puso de pie y caminó directo a la ciudad

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora