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 Al día siguiente me despertó la alarma de Ceto

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 Al día siguiente me despertó la alarma de Ceto. Yun bufó y enterró su cara en la almohada.

—¡Apaga esa mierda!

Cet atinó a golpear el despertador, pero se le escurrió y cayó a la litera inferior, a mi rostro, tiré colérico el reloj nuevamente hacia arriba. Mi hermano rugió y se lo arrojó a Yun en la que cara que bufó y se perdió en las mantas como una oruga en su crisálida.

Milla pasó por nuestra puerta, arrastrando los pies, con unas ojeras embolsando sus ojos, en bata y con pantuflas, sus anteojos estaban chuecos. Bostezó, bebió de la tasa de su café y golpeó con sus nudillos la puerta empapelada de posters que habíamos colgado cuando teníamos dieciséis.

—Ya, arriba, chicos.

No podíamos, por más que quisiéramos, desobedecer una orden. Nos arrastramos lejos de la cama, Cet se arrojó como si quisiera suicidarse, se desmoronó en el suelo y permaneció allí, enterrando la cara en la alfombra del estrecho pasillo mientras Yun y yo lo saltábamos.

—¿No tienes ninguna carta? —preguntó Yun.

Desde que le había contado que la noche anterior había encontrado una segunda correspondencia en mi mochila no cesaba de bombardearme con preguntas, había salido del lago luego de mojar a Papel y me había preguntado si tenía una, me había quitado la ropa húmeda y me habían formulado si encontré otro mensaje, me había levantado por la noche para beber y me siguieron hasta abajo preguntándome si había encontrado algo, escudriñando con desconfianza el refrigerador.

—Por décima vez, no, no encontré una tercera carta —dije agarrando una toalla y dirigiéndome al baño.

—Fíjate si defecas una invitación a la Ciudad de Plata —bromeó Cet desde el suelo y Yun lo pisó adrede.

Nadie en Betún había podido pegar el ojo toda la noche y era evidente cuando bajamos a desayunar.

Todos tenían ojeras, el cabello revuelto y mal humor, pero aun así se esforzaban en tratarse con cortesía para que Papel no se sintiera incómodo ni odiara el lugar. Pero los inútiles intentos se veían demasiado forzados y parecíamos actores de un comercial de televisión barato. Cuando Milla le sirvió café a Rudy ella bebió un poco y entonó un exagerado y refrescante:

 —Ah, qué delicia, cómo amo el café, pero no más de lo que amo a mi esposo, que me lo sirve. Al café, quiero decir —comentó sonriendo y acariciando la mejilla de Milla.

 Mirlo sacó la lengua y emitió un sonido gutural como si estuviera a punto de vomitar.

 —¿Quieres más tostadas, mi querida hermana? —le preguntó Remo a Mar.

 —Qué gentil eres —contestó con una sonrisa fingida, ella tenía su tan característico y sedoso cabello hecho un nido de pájaros y no había tocado el teléfono celular en todo el desayuno—. Gracias, querido hermano ¿Más tarde me enseñas tus trucos de magia con naipes?

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora