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El camino de regreso a casa fue similar a un funeral

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El camino de regreso a casa fue similar a un funeral. Nadie burló defensas informáticas, ni jugó a ningún entretenimiento poco divertido, ni cantó o escuchó música, ni durmió y tampoco hicieron comentarios sobre el corto miembro de Yun.

 Repiqueteé los dedos sobre el volante, y miré la proyección de Cet y Yun en el espejo retrovisor. Ambos estaban encorvados delante de sendas ventanas, observando el bosque que transcurría con rapidez, se veían marchitos y entristecidos. Ceto se encontraba tan deprimido que parecía haber recibido la noticia de que jamás sería presidente. Yun ocultaba su cara en las manos... o lo que quedaban de ellas, tal vez estaba llorando. Puse los ojos en blanco.

 Observé de refilón a Mirlo.

 Ella tenía los ojos rojos, había llorado, lo sabía porque había entrado al baño de la estación de servicio más próxima y no había salido en media hora. Había tenido que entrar a buscarla y la había hallado parada frente al espejo sucio, mirando su reflejo como si encontrara una desconocida.

 Ella se encogía en el asiento de acompañante, juntaba sus piernas contra el pecho y las abrazaba con sus brazos, recostaba la mejilla derecha en las rodillas, sus botas arañaban la cuerina del asiento. La luz del sol la empapaba como si estuviera hecha de luz, sus ojos se veían casi blancos cuando eran alumbrados, su espesa melena azabache se le derramaba sobre los hombros.

 Para mí ella era la misma Mirlo que esa mañana ¿Cómo me vería ahora? ¿Yo era el mismo Hydra para ella? ¿Rompería conmigo? La idea me inquietó, era la única novia que había tenido toda mi vida, desde siempre, no estaba preparado para terminar ¡Y verla todos los putos días de mi vida porque vivíamos en la misma pocilga!

 No habíamos emitido palabra desde que habíamos salido del hospital, hace casi cinco horas, habíamos tenido que tomar otro camino por los desfiles de la Ceremonia de Nacimiento. En aquel momento la manada se encontraba luchando o, mejor dicho, fingiendo luchar para aceptar nuevos integrantes. Y aunque ellos estaban ocupados tuvimos que apagar los teléfonos celulares porque no cesaban de recibir aluviones de llamadas.

 No quería decirles por teléfono la verdad y ellos tampoco querrían recibirla.

 El silencio era como de un funeral, no lo soportaba, era el mismo silencio que había cuando mamá me había dicho que mi padre se suicidó.

 Aclaré la garganta.

 —Ya, escupan lo que piensa.

 Mirlo giró su cabeza lentamente hacia mí.

 —No pienso nada.

 —Lloraste como catarata media hora en el baño.

 —No es verdad —Negó incorporándose y estirando las piernas—. Estaba haciendo otras cosas.

 —¿En el baño?

 —¿De verdad quieres que te diga lo que hice en el baño? —bisbiseó histérica.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora