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 Giré mi cabeza, una densa columna de humo se elevaba en la región prohibida donde vivían, en sus enormes casas, los residentes de las manadas más respetables

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 Giré mi cabeza, una densa columna de humo se elevaba en la región prohibida donde vivían, en sus enormes casas, los residentes de las manadas más respetables. No podías cruzar la frontera de esa parte de la ciudad sin invitación, incluso estaba rodeada de murallas de piedra caliza y enredaderas para evitar convivir con la deshonra de la raza.

 Pero al parecer todo el mundo se había olvidado de esa norma porque las puertas del barrio privado estaban abiertas y todos las habían traspasado hasta ubicarse frente a la casa más enorme, una que ubicaba extensas hectáreas.

 Corrí junto con la muchedumbre, me abrí paso a empujones, cada segundo era un tormento para mis costillas, pero continué avanzando y más aún cuando noté que la mansión Olimpo ardía en llamas.

 Sus miembros salían despedidos como flechas de allí, al menos tenían una velocidad sobrehumana que les permitía huir antes de que cualquier llama los mordiera. Los bomberos no tardaron en llegar, había cuatro camiones apostados alrededor, tratando de contener el incendio que no parecía mermar ni un poco.

 Las llamas anaranjadas coronaban el cielo, algunos vigilantes empujaban a la multitud hacia atrás. Los jardines turísticos ahora eran una descomunal fogata, un horizonte rojizo. Todos se agolparon en la entrada de la residencia: un arco de roca con la palabra Olimpo forjada en oro sobre la piedra. Más que el Olimpo parecía el Infierno.

 Aunque nos separaba una boscosa hectárea de largo, cubierta por las cenizas y esperando a que las llamas de la mansión desbordaban sus frescas hierbas, podía sentir el calor de la residencia.

 Estaba lejos y aun así lo sentía. Madre mía.

 Era impresionante y destructivo, todo lo que me gustaba en un solo espectáculo, y lo hubiera gozado más si no consumiera el lugar donde me había criado.

 —¡Mamá! —gritó Ceto, tratando de correr a las llamas para salvarla, pero cuatro guardias le impidieron el paso, manteniéndolo en la entrada.

 Lo empujaron hacia el resto de los espectadores y lo vigilantes formaron una barrera con sus cuerpos.

 Yo no me moví, no porque no quisiera ayudar sino porque no podía y porque echarle una mano a mi madre sería como tratar de enseñarle nadar a un tiburón. Pero Ceto, leal y con el corazón olvidadizo nunca le había guardado más que cariño a mi madre.

 Miré detrás de mi espalda, Yun cargaba en sus hombros a Papel que empujaba a todo el mundo con sus muletas, pero a pesar de sus esfuerzos en equipo se quedaron al final del gentío y fueron engullidos por espectadores más ansiosos. Me abrí paso hacia adelante con Ceto.

 Él estaba tratando de trepar la barrera de guardias, gritándoles que su madre y familiares sanguíneos estaban allí dentro. Sentía a la gente golpeándome las costillas. Tanto dolor que no me dejaba pensar. Y a mí me gustaba pensar.

 Comencé a resollar. Agarré a Ceto de la remera, necesitaba mi apoyo.

 —¡Tranquilo! —grité.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora