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 Estaba arreglando una camioneta en el taller mecánico, que se situaba a dos horas de caminata de mi casa y a media hora de la carretera

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 Estaba arreglando una camioneta en el taller mecánico, que se situaba a dos horas de caminata de mi casa y a media hora de la carretera. La noche anterior un tipo había saltado interminables veces sobre el capo de la camioneta, de la manada Aluminio, sólo para demostrar que podía hacerlo y había dejado el motor y todo lo demás molido.

Yun se hallaba tarareando una cancioncilla debajo de un viejo vehículo, sólo podían verse sus pies que los mecía con ritmo, la música melancólica y lenta lo ponía de buen humor. Estábamos sudando mucho, el sol caía a plomo sobre el bosque y el techo de chapa del taller, las cigarras gritaban acaloradas.

Arranqué el radiador, lo observé cómo quedó hecho un amasijo de metal malformado, lo arrojé al piso y un sonido a pasos me arrancó de mi estupor. Volteé, se trataba de Cet que llegaba al taller con unas prolongadas ojeras, el cabello enrulado desaliñado y los ojos entrecerrados como persianas. Se iba subiendo la cremallera de su overol y movía los pies como si fueran sacos cargados de tierra. Estaba molido.

Era un fastidio trabajar en feriado, pero dejaba buena paga porque éramos los únicos mecánicos abiertos.

Le sonreí y Yun silbó como si viera una dama.

—Parece que te la pasaste bien —opinó Yun, deslizándose fuera del auto y arrastrando su espalda por el suelo.

—Una noche cachonda —agregué.

Cet rio, la felicidad momentánea le dio energías, emuló el movimiento de picar un balón, sostenerlo y hacer canasta, luego levantó cinco dedos y se rio socarronamente. Yun desorbitó los ojos, abrió atónito la boca.

—¿Cinco veces?

—No, cinco personas distintas, no conté las veces.

—¡Vaya, podrías pasarme tus trucos!

—Tirarte de un avión con ellos, no decirles que vienes de Betún —explicó sentándose sobre una mesa—. Eso, primero que nada. Ejercicios, tratarlos como si fueran únicos, ser seguro, no titubees, pero pídeles permiso para todo...

Yun suspiró cansado y soltó desganado una llave. Siempre era cómico cuando agarraba algo de allí con su mano porque al solo tener el pulgar y el índice parecía que cogía las cosas con asco. También le faltaba un oído y solo tenía un orificio donde debería estar la oreja, pero eso siempre lo ocultaba con una gorra o con el cabello.

—Nunca memorizaré eso —Se lamentó y se rascó la incipiente barba—. Y jamás podré ser seguro.

—A eso lo dijiste muy seguro —advertí.

—Soy tímido y gordo —Levantó sus brazos y chequeó las aureolas de transpiración—. Y sudo mucho y me da miedo todo y...

—¡Eh, deja algo para tus odiadores! —se burló Cet, dirigiéndose al refrigerador.

—O puedes ser tú mismo —propuse— y encontrar novia como lo hice yo.

 —¿Quién hablo de novia? —cuestionó Cet, cerrando de una patada la nevera y bebiendo una cerveza—. Yo prefiero hacer la vida en solitario. Hablando de la Mujer Maravilla ¿Hubo acción anoche?

 —No enfrente de los niños —dije con el ánimo que siempre hablaba, como si fuera un predicador en un funeral, e inclinándome sobre la cajuela del auto—. Y si hubiera no les contaría.

 —Ohhhhh —corearon ambos, Cet colocó su brazo sobre los hombros de Yun y comentó—. Que patológicamente mentiroso eres, Hydy.

 Yun arrugó el ceño y contrajo la nariz.

 —Algo huele mal —comentó regresando a su trabajo.

  Cet se alejó un poco avergonzado y le quitó el brazo por encima de sus hombros.

 —¿No seré yo? ¿Verdad?

 Escondí el sobre aún más en lo recóndito de mi bolsillo.

 Cet observó por encima de mi espalda el revoltijo metálico que yo escudriñaba, exhaló aire, le dio un tragó a la botella, la dejó encima de una mesa cubierta de aceite para motor y me ayudó agarrando una palanca. Busqué qué otra cosa comprimida arrancar y me concentré en el alternador, se lo señalé. Con un mínimo esfuerzo Cet comprimió le metal, como si moldeara porcelana, se inclinó, arrancó la pieza y la elevó para luego tirarla al suelo. A mí ese procedimiento me hubiera tomado más de diez minutos.

  Carraspeé.

 —Vaya, supongo que ya no puedo esperar que algún día me llegue esa fuerza —Arrastré mis pies hacia mi mochila, rebusqué en su interior—. Ten, te traje el desayuno —anuncié aventándole una manzana.

 Él la cazó ágilmente en el aire, la olfateó, puso cara de asco, sacó la lengua, arrugó sus facciones y la lanzó al suelo. Yun me dedicó una mirada que decía «Te lo dije, a nadie le gustan esos pisapapeles», yo le devolví una mirada que decía «Son manzanas, no pisapapeles»

 No solo era uno de los pocos vegetarianos que existían, sino que ahora sabía por qué, al ser licántropos, mitad humanos (un animal omnívoro) y mitad lobos (un animal carnívoro) el setenta y cinco por ciento de las veces ellos preferían alimentarse de animales. Esas deducciones, claramente era mías porque nadie nunca se había detenido a pensar por qué en el nuevo mundo se comía más carne que otra cosa. Ya nadie pensaba en nada.

 A mí, por otro lado, me gustaba no ver un cadáver quemado en mi plato.

 —Ya, perdónenme por querer salvar las pocas especies animales que aún quedan.

 —Te perdonamos —respondieron con sorna.

 Aunque respondieron bromeando Yun y Cet se dedicaron una mirada intranquila. Yun se puso de pie abstraído y se limpió la grasa de las manos con un trapo herrumbroso, asintió como si pensara en algo y le indicó a Cet que estaba de acuerdo, dándole golpecitos con el pie en su talón.

 —Síguenos —me indicó Cet revolviéndome el cabello.

 Ladeé mi cabeza lejos de su mano, nuestros ojos cafés se cruzaron en el camino, yo enjuiciándolo con los míos y él invitándome amigablemente con los suyos. 

 Fueron detrás del taller. 

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora