Hydra Lerna vive en un mundo muy diferente al tuyo.
En la nueva sociedad los humanos se extinguieron y su lugar fue ocupado por licántropos: personas que mutaron y adquirieron nuevas habilidades, similares a las antiguas leyendas de hombres lobo. P...
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Desempacamos en su granero y él nos invitó a su cabaña.
Era el interior de una ancestral secuoya, tan enorme como un edificio. Contaba con una única habitación, pero escalaba concéntricamente hacia arriba, formando más niveles con la ayuda de entrepisos. El lugar tenía una pinta hogareña y no olía tan mal, estaba repleto de cera de vela y albergaba un poco de basura como maniquís, estanterías con tapas de botellas de cerveza, cascaras de lavarropas y fotografías de desconocidos, pero más allá de eso estaba bien. A pesar de ser demente, uno de los pisos, el tercero, tal vez, estaba repleto de libros.
—Es la biblioteca pública de Suelo Muerto —explicó—. Pueden hacerse socios, si quieren, necesitarán identificación. En la planta superior está el municipio —dijo señalando un entrepiso con un escritorio y una silla cubiertos de telarañas.
En el centro había un barril con fuego donde calentó una sopa de carne de aspecto dudoso, yo entretuve mi estómago con unas galletas de arroz que me había empacado Pan. Nos preguntó mucho por el motivo de nuestro viaje, pero le respondimos que éramos simples aventureros. Él se conformó con eso. Se rascaba mucho la cabeza, Mirlo no dejaba de hacer muecas.
Jamás nos habíamos encontrado con un lobo solitario, los humanos ermitaños solían ser muy hoscos y huraños, los licántropos mucho más.
—Lo siento —se disculpó—. Me duele.
—¿La cabeza? —inquirió Yun.
—Sí, desde que vinieron esos aliens.
—¿A qué se... —comencé a preguntar, pero no pude formular mi frase.
Servilleta se montó a una silla, estiró un brazo hacia el horizonte, se quedó con la mirada cargada de dramatismo y habló teatralmente:
—Era una noche fría y oscura, de las que ni el miedo le dan ganas de aparecer. Tenía tres años, once meses, diez días y cuatro horas de vida, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Estaba en mi cama, soñando que no estaba en mi cama, cuando una silueta rara bajó hacia mí. Era blanca como la primera nieve de invierno. Me paralizó con su rayo láser —dijo formando con sus manos unas armas— y cuando desperté me dolía la cabeza, la nariz, los pies, las manos, mis pulmones, mi hermosa cara ¡Me dolía todo! ¡Todo! Incluso mi enorme pene.
Mirlo alzó las cejas, soltó el plato de caldo que comía y me miró.
—Lo lamento, ahora me gustan las chicas.
—Pero siempre continuó doliéndome la cabeza —prosiguió el hombre, agarrándose su cráneo con ambas manos.
Luego dirigió sus brazos al cielo, sus manos embalaron como si fuera un bailarín.