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A la primera hora del alba nos despertó Servilleta, se había pasado la noche trazándonos un mapa del lugar

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A la primera hora del alba nos despertó Servilleta, se había pasado la noche trazándonos un mapa del lugar. Fue muy amable de su parte.

 La ciudad la representaba con un manchurrón negro porque no tenía ni idea de cómo era, pero había trazado el camino de regreso al «Hotel». Nos despidió al instante diciendo que debería ir rápido a la estación de trenes porque él trabajaba en la taquilla y si llegaba tarde su jefe se enojaba. Nadie quiso preguntarle a qué se refería. Nos despedimos de él, desayunamos y emprendimos la marcha.

 Cet y yo manejábamos las motocicletas, yo llevaba a Mirlo y él a Yunque. El alcalde Servilleta Puentes había tenido razón y un camino recto, sin maleza, rodeado de pinos, nos introducía a lo profundo del bosque. Pero también había tenido la razón al decir que no sabríamos cuándo comenzaban las ruinas. Al cabo de una hora Mirlo me golpeó el hombro con la mano, giré la cabeza y observé lo que me señalaba.

 No podía creerlo. Les hice a los demás un gesto para detenernos, alzando una mano. Cet aminoró la velocidad, Yun se bajó de un salto, sus tetas rebotaron al correr medio metro y se agitó.

 Me quité el casco y avancé hacia la ladera que contorneaba el camino, los lados del sendero eran escarpados, pero podría ver a qué se refería ella. Sobre las rocas, árboles, matorrales y zarzas, que crecían a los lados del camino, podía ver una estructura raquítica de roca y metal. Era un edificio, pequeño, pero allí estaba, parecía una estación de servicio.

 Cet, Yun y Mirlo comenzaron a escalarlo con su velocidad de cometas, ya casi estaban en la cima. Suspiré, observé el desafío y trepé entre las rocas y las raíces. Al cabo de cinco minutos llegué. Para entonces ellos ya se encontraban hurgando por allí.

 La naturaleza había avanzado verdaderamente. Los surtidores estaban cubiertos por musgo, mis amigos ya habían arrancado las capas de liquen con sus garras.

 De la tienda solo quedaba los armazones de lo que antes había sido la estructura, tales como columnas y vigas de metal. Había muebles de metal derrumbados en el suelo y se encontraban bajo matorrales, de seguro eran estantes con comida que se habían roto con el correr de los años, aunque caminaba sobre hierbas podía sentir bajo mis pies los cristales crujiendo de lo que antes había formado el escaparate. Envolturas casi desintegradas de plástico se esparcían por el suelo.

 Me incliné de cuchillas.

 —El plástico tarda de cien, quinientos a mil años en desintegrarse —comenté agarrando un trozo, Yun y Mirlo se aproximaron—. Esto debe ser casi lo único que queda además del concreto y el metal.

 Todo había sido engullido por el correr del tiempo y el azote de la lluvia. Cet regresó corriendo de quien sabe dónde, jadeaba, se encorvó y colocó sus manos en las rodillas con una sonrisa radiante. Me incorporé, soltando las envolturas desintegradas.

—Acabo de romper mi marca. Hice dos mil metros en menos de un minuto.

—¿Qué? —inquirí poniéndome de pie.

—Que hice quinientos metros en todas las direcciones, o sea dos mil, lo hice para ver si ya habíamos llegado a la ciudad, pero no hay otra estructura como esa en buena distancia. Tal vez era una estación de paso, a los lindes la población real. Regresemos a las motos.

Mirlo olfateó el aire y arrugó la nariz.

—Huelo a muerto.

—Entendí la indirecta ¿Sí? —respondió a la ofensiva Yun.

Ella negó con la cabeza, descolgó, de su mochila, la lanza ceremonial que había utilizado en Nacimiento, avanzó más allá de los surtidores y se introdujo en la maleza. Yo desenfundé la espada rifle que había traído y el resto hizo lo mismo con las armas. Milla nos había dado la costumbre, desde pequeños, de siempre salir armados cuando no estábamos en casa.

Mirlo lideraba la caminata sigilosamente hasta que encontró la fuente de la peste. Era un jabalí con la cabeza prácticamente explotada. Un enjambre de moscas revoloteaba a su alrededor y zumbaban por su hambre histérica.

Me cubrí la boca con la manga de mi abrigo, observando las larvas blancas y enanas que se revolvían en su mandíbula carcomida, todo el cráneo del animal era carne molida, un revoltijo de cartílagos, dientes y tejido putrefacto. Yun soltó el rifle que cargaba, se volteó y vomitó. Mirlo puso los ojos en blanco.

—Vamos, solo es un cadáver.

—No deja de ser horrible, yo me voy —protestó molesto.

—¿Eso te dicen las chicas? —preguntó Cet con una sonrisa burlona y amigable.

Yun meneó su cabeza aun con nauseas, cargando su arma y dirigiéndose hacia la pendiente, descendiéndola y llegando al sendero, sin mirar atrás. Yo continuaba plantado en mi lugar admirando la perversidad del cadáver.

—¿Cómo creen que murió? —preguntó Ceto regresando su atención al animal.

—Parece que le dispararon en la cabeza —aventuré.

Mirlo sacó una linterna para alumbrar el cuerpo, el cielo estaba completamente nublado y el follaje de la tupida vegetación te impedía obtener la poca luz del día. Le agradecí el gesto, era solo para mí, ellos veían a la perfección siempre. El color naranja del foco alumbró la corteza del árbol donde al cadáver yacía, estaba manchado con una sustancia negra y olorosísima. Era sangre, la rugosa madera estaba quebrada.

—Parece que él mismo se la estampo contra eso —observó Mirlo.

—¿De qué diablos huía para no darse cuenta que estaba eso ahí? —inquirió Cet.

—No creo que esa haya sido su muerte —deduje—. Tiene el cráneo verdaderamente explotado, si él se hubiera matado de un golpe o chocado con el árbol solo tendría un ligero hundimiento. Si se azuzó la cabeza lo hizo más de una vez.

—O tal vez Servilleta Puente es un psicópata que nos trajo a una trampa desolada para matarnos —expuso Mirlo—. Puede ser un oportunista y nos envió las cartas para traernos a un laberinto de ruinas y dispararnos a distancia—lo pensó y rio tan fuerte que unos pájaros levantaron vuelo—. Vaya, qué imaginación tengo.

Meneó la cabeza, pateó algunas ramas y siguió a Yunque. Cet se colgó nuevamente el arma y me dedicó una mirada asustada.

—Tu novia tiene una mente aterradora.

—Lo sé —le di la razón encogiéndome de hombros.


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La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora