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Él día transcurrió aburrido como cualquier otro

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Él día transcurrió aburrido como cualquier otro.

 Todavía no me acostumbraba a la mesa al ras del suelo, en lugar de sillas no sentábamos en almohadones chatos y duros, tenía que doblar mis piernas como si fuera a meditar para sentarme. La mesa de la cocina era normal, con sillas normales, si fuera por mí estaríamos cenando allí.

 Los invitados no paraban de hablar de las fábricas que producían alimento, ropa y herramientas. Al parecer el huésped de esa noche era mi antiguo jefe de fábrica, cada ciudadano humano tenía que trabajar obligatoriamente en una industria a no ser que fuera del gobierno como el papá de Deb o mi tío.

 El hombre, el jefe de la fábrica de comida enlatada, se llamaba Hank Raines y fue invitado con su esposa Jane Raines y su hijo de ocho años Rodney Raines. Todos estaban vestidos de gala. La señora Raines era delgada, con un cuello largo y pálido como avestruz cargado de joyas brillantes, su maquillaje no parecía real, se veía como un payaso, pero de tanto caminar en la ciudad había aprendido que la gente solía pintar mucho su piel en aquellos lugares.

 Kat no seguía mucho la moda de aquel sitio, tal vez por eso me caía tan bien.

 Su hijo era petizo, con cabello oscuro cubriéndole las orejas y aspecto de brabucón aburrido, de mejillas infladas y mirada asesina. Le sostuve la mirada por unos segundos, eso le resultó divertido a él y me la sostuvo también, sonreí de lado, como un retador, y le levanté el dedo medio. Rodney me enseñó su dedo medio también y fingió dispararme con él.

Reí.

Todos me estaban mirando. Me enderecé y traté de aparentar normalidad, pero unas de las tantas cosas que tenía en común con Mirlo era que, a veces, los niños también me podían.

—Dime Rodney ¿Cómo te va en el cole? —pregunté yo.

—Bien —respondió cautelosamente el niño, sosteniendo el cubierto y girando una mora en el plato.

—¿Te va bien con el entrenamiento militar?

Su madre lanzó una risilla, agarró una copa con sidra y la sostuvo delante de sus labios rojos.

—No le imparten ningún tipo de entrenamiento en la escuela —sorbió un poco de alcohol—. Al menos no de ese tipo.

Se suspendió un silencio terrible. Lamenté no haberme pasado por una escuela primaria para comprobar cómo eran sus patios de juegos, tal vez ya no eran como los recordaba, tal vez ahora tenían toboganes y columpios en lugar de armas, muñecos con púas y escaladores.

—Ah —Me encogí de hombros—. Lo siento, volví a confundirme. Es que hay cosas que todavía no entiendo, como por qué solo vienen matrimonios de hombre y mujeres a comer a casa.

Todos estallaron en risas, Kathie apretó los labios, agarró su copa y apuró el vaso.

—¿Y qué esperabas ver? —preguntó tío Andrew—. Somos devotos...

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora