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 No podía haber perdido la cabeza, no podía no ser Hydra Lerna, no podía haberme inventado todo

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 No podía haber perdido la cabeza, no podía no ser Hydra Lerna, no podía haberme inventado todo. Debía haber registros de mí yendo al hospital, dándoles muestras, o mejor aún, tal vez alguna de esas cámaras había enfocado a mis amigos huyendo.

Necesitaba una computadora y eso requería regresar a casa. No, a la casa de Dan. Dan Carnegie, el chico muerto.

Recordaba bien el camino. Torcí en una esquina, tomé la primera callejuela que encontré y llegué a las residencias de casas apiñadas de las que había salido.

Nunca me habían gustado las ciudades, en especial esa, que tenía el aire sucio y cargado de monóxido. Las alcantarillas, que abundaban en los callejones, despedían aire fétido y húmedo. Los mercaderes gritaban y unían sus voces a la algarabía de sonidos que engendraba la ciudad de plata. Era como una melodía que se oponía a tu libertad, obligándote a que la oyeras, insertándose en tu cabeza y colándose en tu alma. Sacudiendo todas tus ideas como si le quitara el polvo a una colcha vieja. Era la magia negra de la ciudad.

Jamás había extrañado tanto el bosque en el que vivía.

La casa de la que salí, la de Dan, era hogareña, estrecha como casi todos los edificios, con tres pisos de alto, como si fuera un hormiguero. Tenía un pequeño patio delante, con pasto sintético y viejo. Atravesé el jardín y rodeé la casa. Tenían un patio trasero igual de triste con unas bicicletas oxidadas colgadas de la pared, macetas con plantas muertas y tierra seca y un cesto con ropa limpia. Entré por la ventana de mi habitación... a la habitación de Dan, por ese acceso había huido como hace más de cuatro horas.

Debía ser cuidadoso, para que nadie notara que estaba en la casa.

Los dibujos de Dan me recibieron como si extrañaran que mis ojos los apreciaran. Noté que él dibujaba muchas tormentas, relámpagos, huracanes y olas enormes. Usaba acuarelas y carbón negro, casi todos sus dibujos eran de carbón. Bocetaba cosas que jamás vería encerrado allí, pero su interés eran las tormentas, catástrofes exteriores por las cuales la gente busca refugios... mayormente bajo tierra como la ciudad donde pasó toda su vida.

Muy irónico, Dan.

No sabía qué tipo de computadoras tenían los humanos, pero confiaba en que fueran iguales a la de los licántropos. Sin embargo, los autos sin ruedas y el escáner que usó la doctora Victoria Martín para verme las cicatrices me daba la impresión de que su tecnología era más sofisticada que la mía. Busqué en vano porque lo único que había en esa habitación eran lápices, cuchillas, trozos de leña para tallar y papel. Luego me olvidé del sigilo y el silencio.

Los revolví todo hasta que el caos de mi cabeza se vertió a la habitación. Mientras sacaba cajones o levantaba cojines y colchas entró en la recamara mi prima falsa, Katherine y lo hizo acompañada de Deby.

Deby me observó compungida.

—Creí que irías a su casa —comentó con un tono insidioso la prima, cruzada de brazos, señalándola.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora