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El ceño fruncido de Samuel se incrementó aun más, si es que eso fuese posible, cuando la mañana del domingo llegó, causando que su frente comenzara a doler por la posición de los músculos. Despertar nuevamente y escuchar las mismas voces y preguntas otro día más comenzaba a ofuscarlo, pero más lo hacia el hecho de tener que despertar otro día más en aquella habitación que sentía como una prisión muy bien camuflada. Su estómago dolía a causa del poco alimento que ingería y las fuertes pastillas que ya habían comenzado a suministrarle, pero lo que más le molestaba era aquella horrible sensación que se alojaba en su pecho cada que el doctor venía y le comunicaba que sus padres estaban preguntando por él; quería simularlo con enojo, pero la realidad era que estaba triste.

No se había sentido tan abatido ni siquiera la noche en la que se había empastillado.

Su ceño fruncido se ablandó y sus ojos se llenaron de lágrimas que nublaron su visión de un momento al otro, causando que la enfermera que lo acompañaba lo mirase con pena. La vio mover los labios, sabía que le hablaba, pero no logró oír ni una sola palabra de lo que decía, por lo que se hundió aun más entre las sábanas y ocultó su rostro contra la almohada para, finalmente, llorar en silencio. Acarició las vendas de sus brazos y, consciente de que dolería, apretó aquella herida que sabía había tenido que ser cocida, intentando justificar así sus lágrimas con el dolor en su brazo.

Pero tampoco podía engañarse tan fácilmente, sabía que el dolor físico no se comparaba en nada al emocional que comenzaba a ahogarlo.

Deathbeds [Wigetta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora