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Tener a Guillermo abrazando su cuerpo al despertar resultaba agradable, sanador en muchos sentidos.

No sabía cuando tiempo llevaba, pero no podía despegar los ojos del rostro de su chico, quien aún dormía a su lado. Siempre había creído que conocía cada rasgo del rostro del menor, pero aquella mañana confirmó que se equivocaba. Los primeros rayos de sol que comenzaban a iluminarlo lo hacían ver pequeño, al igual que sus labios en línea y sus ojitos; sin embargo, el vello de su rostro estaba crecido, contrastando con aquella imagen infantil, y sus ojeras aún estaban bastante marcadas.

Parecía un niño con responsabilidades de adulto.

El mayor tomó una gran bocanada de aire y, como había hecho desde que despertó, se dejó embriagar por el aroma del contrario, el cual era conocido pero diferente al mismo tiempo. Ahí estaba su perfume, tan natural y suyo, tan de Guillermo.

No lo merecía.

Sintió ganas de llorar ante la idea de haberlo lastimado con sus acciones. Guillermo era tan puro, tan bueno, que consideraba lastimarlo una atrocidad, una atrocidad que el mismo había cometido.

-Lo siento- susurró para pegarse más al cuerpo del más joven, sintiendo las lágrimas agolpandose en sus ojos.

Quería desaparecer y no lastimar más a su chico.

Pero sus latidos... Ese tamborcito en su oreja, esa señal de vida, ese sonido que le indicaba que no estaba solo. Allí estaba de nuevo, mostrándole que estaba vivo y que había alguien luchando a su lado, alguien que, a pesar de todo, no pensaba ni pensaría en irse de su lado.

-Te amo- volvió a susurrar, esta vez derramando lágrimas que comenzaban a empapar la camiseta de Guillermo.

Queria desparecer, pero necesitaba seguir escuchando ese golpecito.

Necesitaba seguir escuchando a Guillermo y sus golpecitos.

Deathbeds [Wigetta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora