Capítulo 10

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—Pero no te acostumbres, hijo, porque todo esto sólo se hace por Harry —le advirtió el señor Weasley, volviéndose para mirarlo. Su esposa y él iban delante, junto al chofer oficial; el asiento del pasajero se había extendido y convertido en una especie de sofá de dos plazas—. Le han asignado una protección de la más alta categoría. Y en el Caldero Chorreante se nos unirá otro destacamento de seguridad.

Claro que todo aquello era por el gran señorito Potter, porque obviamente aquella familia no podría defenderlo de ninguna manera, ella estaba mejor sola y a estas alturas seguía sin entender porque Dumbledore quería que siguiera en contacto con esos inutiles.

Harry no comentó nada, pero no le hacía mucha gracia ir de compras rodeado de un batallón de aurores. Se había guardado la capa invisible en la mochila porque suponía que si Dumbledore no tenía inconveniente en que la usara, tampoco debía de tenerlo el ministerio; aunque, ahora que se lo planteaba, tuvo sus dudas de que estuvieran al corriente de la existencia de esa capa.

—Ya hemos llegado —anunció el chofer tras un rato asombrosamente corto, al tiempo que reducía la velocidad en Charing Cross Road y detenía el coche frente al Caldero Chorreante—. Me han ordenado que los espere aquí. ¿Tienen idea de cuánto tardarán?

—Calculo que un par de horas —contestó el señor Weasley—. ¡Ah, ahí está! ¡Estupendo!

Harry imitó al señor Weasley y miró por la ventanilla. El corazón le dio un vuelco: no había ningún auror esperándolos fuera de la taberna, sino la gigantesca y barbuda figura de Rubeus Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, que llevaba un largo abrigo de piel de castor. Al ver a Harry, sonrió sin prestar atención a las asustadas miradas de los muggles que pasaban por allí.

—¡Harry! —bramó, y en cuanto el muchacho se bajó del coche, lo abrazó tan fuerte que casi le tritura los huesos—. Buckbeak... quiero decir Witherwings... ya lo verás, Harry, es tan feliz de volver a trotar por ahí... 

—Me alegro de que esté contento —repuso sonriente el chico mientras se frotabalas costillas—. ¡No sabíamos que el «destacamento de seguridad» eras tú! 

—Ya. Como en los viejos tiempos, ¿verdad? Verás, el ministerio pretendía enviar un puñado de aurores, pero Dumbledore dijo que podía encargarme yo —explicó Hagrid con orgullo, sacando pecho y metiendo los pulgares en los bolsillos—. ¡En marcha! —exclamó, y al punto se corrigió—: Molly, Arthur, ustedes primero. 

Si a Harry no le fallaba la memoria, era la primera vez que el Caldero Chorreante estaba vacío. Aparte del arrugado y desdentado tabernero, Tom, no había ni un cliente. Al verlos entrar sonrió ilusionado, pero antes de que abriera la boca, Hagrid anunció dándose importancia.

—Hoy sólo estamos de paso, Tom. Espero que lo entiendas. Asuntos de Hogwarts, ya sabes. 

El hombre asintió con resignación y siguió secando vasos. Harry, Hermione,Hagrid y los Weasley cruzaron el local y salieron al pequeño y frío patio trasero,donde estaban los cubos de basura. Hagrid levantó su paraguas rosa y dio unos golpecitos en determinado ladrillo de la pared, que se abrió al instante para formar un arco que daba a una tortuosa calle adoquinada. 

Traspusieron la entrada, se pararon y miraron alrededor. El callejón Diagon había cambiado: los llamativos y destellantes escaparates donde se exhibían libros de hechizos, ingredientes para pociones y calderos, ahora quedaban ocultos detrás de los enormes carteles de color morado del Ministerio de Magia que había pegados en los cristales (en su mayoría, copias ampliadas de los consejos de seguridad detallados en los folletos que el ministerio había distribuido en verano). 

Algunos carteles tenían fotografías animadas en blanco y negro de mortífagos que andaban sueltos: Bellatrix Lestrange, por ejemplo, miraba con desdén desde el escaparate de la botica más cercana. Varias ventanas estaban cegadas con tablones, entre ellas las de la Heladería Florean Fortescue. 

Por lo demás, en diversos puntos de la calle habían surgido tenderetes destartalados; en uno de ellos, instalado enfrente de Flourish y Blotts bajo un sucio toldo a rayas, un letrero rezaba: «Eficacesamuletos contra hombres lobo, dementores e inferi.» Un brujo menudo y con mala pinta hacía tintinear un montón de cadenas consímbolos de plata que, colgadas de los brazos, ofrecía a los peatones. 

—¿No quiere una para su hijita, señora? —abordó a la señora Weasley lanzándole una lasciva mirada a Ginny—. ¿Para proteger su hermoso cuello?

 —Si estuviera de servicio... —masculló el señor Weasley mirando con ceño al vendedor de amuletos. 

—Sí, pero ahora no detengas a nadie, querido, que tenemos prisa —le rogó su esposa mientras consultaba una lista, nerviosa—. Me parece que lo mejor sería ir primero a Madame Malkin; Hermione quiere una túnica de gala nueva y Ron enseña demasiado los tobillos con la del uniforme. Y tú también necesitarás una nueva, Harry, porque has crecido mucho. Vamos, por aquí...

Venus como siempre pasaba desapercibida decidió que era hora de desaparecerse de sus amados familiares, al final de cuentas ellos no pondrían atención y ni cuenta se darían de que ella no estaba ahí. 

Había escuchado por ahí que cierto chico rubio andaría por aquellos rumbos, sin que absolutamente nadie se diera cuenta, la chica desapareció de la vista de aquellos que discutían sobre uniformes, ella no se tenia que preocupar de nada ya que su padrino haría esas compras por ella. 

Camino por unas cuadras hasta que a lo lejos vio a dos chicos rubios, no tanto como lo era Draco Malfoy, pero en la distancia sabia que aquellas cabelleras pertenecían a los gemelos Andrew y Blake Anderson. 

Los Secretos De Una WeasleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora