14 - Reescrito

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Ámbar

Salgo de la ducha con la cabeza palpitando el doble que cuando me había levantado y, para rematar, con unas ganas de vomitar horribles. 

Vuelvo a mi habitación con una bata de baño cubriéndome. Hoy es sábado y son las once de la mañana. Lo único que recuerdo de ayer es que no pude acostarme con nadie, estos días ando muy caliente y parece que no hay forma de desahogarme.

Me pongo mi pijama y suelto mi cabello para lo que se seque. Tengo los ojos rojos por la ducha y por haber dormido poco.

Bajo a la cocina y me encuentro a mi madre cocinando algo y a mi primo sentado con el celular en manos y bebiendo de una botella de cerveza. Mi madre me mira al notarme, mientras que Mateo ni se inmuta de mi presencia. Y Adelia supongo que pasó la noche fuera.

—Siéntate a desayunar —me señala la mesa von la mirada mientras prepara tostadas —. Y no me digas que no tienes hambre.

Maldigo en mi interior y me siento en la silla frente a Mateo, sin ganas de hacer nada. Él me dedica una rápida mirada, pero vuelve a distraerse en lo que sea que está haciendo en su celular.

Y de repente, como si sus ojos tuvieran algún poder raro, me viene un flashback de la noche anterior.

Estaba encerrada en el baño con un chico que no recuerdo muy bien, luego llegó Mateo y fastidió todo. Fue culpa suya que no haya podido librarme de esta tensión que siento. Me vienen a la cabeza escenas que no tienen ningún sentido, diciendo tonterías que espero no hayan llegado muy lejos.

Cuando los recuerdos paran, trato de forzar mi mente a pensar en todo. Necesito saber y asegurarme de que no hice ninguna estupidez con él y que esa no sea la razón por la cual no ha abierto la boca desde que llegué.

Cosa que, siendo él, es algo raro.

Decido hacerme la tonta por el momento, como si no recordara nada. Espero el desayuno en silencio, hasta que mi madre me deja un plato gigante lleno de frutas cortadas y un tenedor.

Mi cara en este momento es digna de un retrato.

—No podré con esto —suelto, mirando el plato como si fuera lo más horroroso de la historia. Las ganas de vomitar se triplican, por lo que decido levantarme.

Aunque no sirve de mucho, pues mi madre me obliga a sentarme otra vez.

—¿No ves lo flaca que estás? —se queja, señalándome entera —. Hoy no estaré en casa, así tengo que asegurarme de que al menos tengas algo que mantenga ocupado tu estómago. Come.

Bufo y termino por hacerle caso. Lo único que me faltaría hoy es discutir por no desayunar. Cuando termino, subo a mi habitación. Busco mi bolso para coger mi celular, ya que no lo he abierto desde ayer.

Pero no hay manera de encontrarlo. Frunzo el ceño mientras busco por toda la habitación, no hay rastro de él.

Pienso en dónde puede estar y... Mierda, creo que me lo dejé en la fiesta de ayer. O en el coche de Mateo también puede ser, él fue quien me llevó a casa.

No me atrevo a preguntarle, no quiero hablar con él, ni siquiera quiero mirarlo. No tengo ni idea de lo que hice o dije anoche, así que me da vergüenza. Eso a parte de lo que dijo de mí.

Sigo con esa tontería hasta que llega el medio día, mi madre nos dejó la comida hecha y se fue a hacer una barbacoa con sus amigas.

Cuando bajo a la cocina, no hay nadie. Curioseo lo que ha preparado, pero no es nada que me apetezca. Por unos momentos tengo la magnífica idea de pedir una pizza, pero claro, ¿cómo mierdas voy a pedirla sin mi adorado teléfono?

Realmente no puedo vivir sin él.

Me decido por ir a hablar con Mateo, pero no hace falta porque es él quien baja. Entra en la cocina sin camiseta, con los audífonos bluetooth puestos y silbando, supongo que al ritmo de lo que está escuchando.

Me mira por unos segundos, pero otra vez desvía su mirada. Calienta la comida y se sirve, yo lo observo apoyada en la encimera, no tengo nada mejor que hacer hasta que me atreva a decirle algo.

—Mateo —lo llamo, pero como era de esperar, no me escucha. Genial —. ¡Mateo!

Vuelvo a decirle un poco más alto, pero nada, parece llevar dos tapones en los oídos.

—Uff, vaya sordo —murmuro para mí misma antes de suspirar y decidir dejarlo estar.

¿Saben qué? No creo que él haya tenido la idea de coger mi bolso en la fiesta, tan inteligente no es, así que no debe de estar en su auto. Iré yo misma a esa casa a buscarlo, si es que está, claro.

—Ojalá se te revienten los tímpanos —digo lo que me estaba reteniendo, dedicándole una irónica mirada de la cual ni se entera.

En mi interior tengo ganas de partirle una silla en la cabeza, pero no lo muestro, claro. Me conformo con desearle lo peor a sus oídos.

Pero, para mi desgracia, cuando estoy por salir por la puerta de la cocina, lo escucho decir:

—Te escuché —al oírlo, me muerdo el labio inferior y me apresuro en ir a mi habitación, haciendo como que no escuché nada, tal y como él hizo.

Me visto y agarro las llaves de mi moto. Es mi único vehículo y casi no lo uso, por lo que llegó el momento.

Me pongo un abrigo y me dirijo a la salida de la casa, pero justo cuando abro la puerta, Mateo se interpone en mi camino, cerrándola con una mano y mirándome directamente a los ojos.

—Tranquilo, solamente iré a por mi bolso —le suelto parte del rencor que me estuve aguantando estos días. Lo aparto de la puerta, pero él vuelve a su lugar como si nada, acorralándome con su brazo —. No haré nada contra ella.

Lo miro de la peor forma posible, Dios como lo odio.

—Ayer me dijiste lo mismo, ¿tanto te dolió? —sonríe con burla, acariciando mi mejilla con su característica e incomprensible diversión —Procura no llorar, princesita.

Lo manoteo para que deje de tocarme. Sus palabras me hacen tensar la mandíbula, ¿quién se cree que es para decirme algo así?

—Por ti jamás —contesto, empujándolo por el pecho, aunque no sirve de mucho porque vuelve a acorralarme.

—¿Ah, sí? —levanta sus cejas, fingiendo falsa sorpresa. Se mete las manos los bolsillos de su pantalón y me mira, teniendo que bajar algo la cabeza por la diferencia de altura —. Pues contéstame. ¿Por qué el otro día te escapaste a un hotel después de lo que hablamos?

—Para no verte la cara, quizás —digo de forma obvia e irónica la vez—. Me enferma tu presencia.

La seriedad en mi rostro parece divertirle.

—Uhh —vuelve a sonreír, es evidente que le divierte reírse de mí —. Un día me dices que te gustan mis labios y al otro que te enferma verme, ¿seguro que estás cuerda, prima?

Ay, mierda, sabía que alguna tontería he hecho. Por unos segundos

—Más que tú seguro —intento finalizar la conversación, empujándolo nuevamente a un lado para que deje de bloquearme la puerta.

Esta vez sí que lo logro, pero en cuanto intento abrirla él me muestra algo.

—¿Buscas esto, Ámbar? —balancea de un lado a otro mi teléfono, que ha sacado segundos antes del bolsillo de su pantalón, con una sonrisa socarrona que curva sus labios.

Creo que se me está subiendo la tensión, y el dolor de cabeza junto a ella.

Trato de arrebatárselo, pero él lo alza a una altura que me cuesta alcanzar. Me aferro a su brazo para que lo baje y salto para llegar a él.

—Epa —suelta una risa ronca, alejándolo de mí. Lo miro mal, cruzándome de brazos —. No me pongas esa cara, nena.

Lo esconde a sus espaldas y se acerca a mí otra vez, es lo único que sabe hacer.

—¿Sabes? Estos días he estado muy tenso —finge dolor de músculos, y enseguida comprendo a lo que quiere llegar.

Lo miro con mala cara.

—Creo que necesito un masajito.

𝐓𝐞 𝐨𝐝𝐢𝐨  ‖ Trueno (REESCRIBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora