21 - Reescrito

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Ámbar

Abro los ojos, pero creo que fue una muy mala idea porque enseguida una luz blanca me ciega, causando de inmediato que la cabeza comience a dolerme, claramente es la resaca por lo de ayer. Vuelvo a cerrar los ojos, es insoportable la combinación de los rayos de luz con paredes blancas.

Espera, ¿qué hago yo en una habitación blanca?

Intento abrir nuevamente ojos para comprobar lo que vi. Y, sí, definitivamente, es una habitación blanca, y de hospital, para ser concretos. ¿Que qué hago aquí? Pues no tengo ni idea, yo solo recuerdo haberme dormido después de haberme emborrachado un poquito.

Cuando me acostumbro a la iluminación, me permito observar mi alrededor.

El sol entra con intensidad a través de la ventana. Estoy estirada sobre una cama, tengo un tubo de suero conectado en el brazo derecho y un respirador que me tapa la boca y la nariz. Frunzo el ceño, arrancándome de la cara el respirador.

¿Por qué carajos llevaba eso?

Me incorporo en la cama, y también me quito el tubo de suero de mi brazo, gruñendo por el dolor que eso me causa. Siento mi piel demasiado sensible, como si tuviera fiebre, y un dolor de estómago terrible que no me deja ni levantarme.

Miro a mi derecha, y me fijo en algo en lo que tampoco me había fijado; mi padre sentado en una silla a mi lado. Sus manos tapan su cara, parece estar frustrado y juraría que está medio dormido.

—¿Papá? —le llamo, y él se sobresalta en su lugar. Efectivamente, estaba dormido.

Él, al procesar la situación y comprobar que es real, se levanta con la cara iluminada y sale corriendo de la habitación con una gran sonrisa en su boca. Su marcha me deja algo confundida, se ha ido sin más, aunque no tarda más de un par de minutos en volver, esta vez acompañado del doctor, mi madre y Lucía.

—¡Ámbar! —se me acerca Lucía, la cual me observa como si fuera el ángel que le ha iluminado la existencia. Me pongo a la defensiva cuando intenta tocarme, me siento como de papel, el mínimo toque me duele. Y sigo sin comprende cómo llegué aquí si ayer no me pasó nada.

Ignacio, el doctor que me trata, se me acerca sonriente.

—¿Cómo te sientes? —pregunta, mientras me hace un análisis general de ojos, boca y oídos. Yo me encojo de hombros, sin saber exactamente qué responder a aquello —. Los dejo solos, vuelvo en unos minutos.

Sin decir nada más, sale de la habitación cerrando tras suyo la puerta. Cuando no queda rastro de él, aparece mi madre en mi campo de visión, haciéndome recordar de inmediato a lo de ayer.

—¿Cómo estás? —pregunta, acariciando mi pelo.

—Como en el infierno —hago una mueca desagradable.

Ella sonríe ante mi comentario.

—Tú te lo buscaste —me recuerda —¿Quieres algo de comer?

—No, estoy bien —en realidad tengo ganas de vomitar, a la que entre algo en mi boca no me aguantaré las ganas.

—Bueno —aparece mi padre a su lado y por unos instantes me quedo mirándolos a ambos. Se ven tan bien juntos que les juro que quiero pegar a mi yo de 15 años por ser tan estúpida —¿Puedes decirnos qué pasó? ¿Qué es eso de andar emborrachándote en hoteles tú sola?

Comienza con la regañina que me espera.

—Ay, papá, tengo diecisiete años, obviamente que voy a hacer cosas de mi edad —me quejo, restándole importancia.

𝐓𝐞 𝐨𝐝𝐢𝐨  ‖ Trueno (REESCRIBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora