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    – Sí, claro... – Se escuchaba desde el primer piso. 

  Hace unos segundos se escuchó el portón de entrada abrirse, seguido de la puerta, pero no me había preocupado por eso. Nadie sería tan tonto como para entrar a una casa sin autorización haciendo tanto ruido. 

    – Lo entiendo, pero no puedo... No... Tengo que trabajar... – Volvió a escucharse esa voz masculina. 

  Era más que claro que esa voz pertenecía a Bastián. Al parecer, su turno de hoy terminaba más temprano. 

    – ¡Samanta! ¡¿Estás aquí?! – Dijo con fuerza, aunque no la suficiente para considerarse un grito. – No, Daniela... Es mi hermana... La menor, cariño. Te dije ya llegué a mi casa...

  La voz de Bastián se escuchaba cada vez más cerca. 

  Abrí la puerta y salí al pasillo, notando como mi hermano venía subiendo las escaleras con su celular pegado al oído. Me saludó con un asentimiento de cabeza y una sonrisa, yo solo sacudí levemente mi mano en su dirección, observándolo por unos segundos. 

    – Adiós amor. Te quiero. – Se despidió y cortó la llamada. – Entonces es verdad que te mojaron. 

  ¿Cómo lograba tener aprecio al primate que tenía por hermano, siendo que su burlesca forma de afrontar mis desgracias parecía una constante en nuestras cortas charlas? Seguramente la respuesta permanecerá en secreto hasta el final de los tiempos.

  Rodeé los ojos y me crucé de brazos, dándole una mirada seria, pero ni eso desvaneció su sonrisa burlona. 

    – ¿No tienes algo mejor que hacer?

    – Tienes que dejar de ser tan amargada, Samy. Una sonrisa puede marcar la diferencia, hermanita. – Respondió guiñándome un ojo. 

    – Primero: No me digas Samy, y segundo: ¿Cómo supiste tú lo del jugo?

    – Pues... ¿Qué te digo? Soy un adivino.– Me contestó con un tono alegre. 

  Arqueé una de mis cejas cuando volteó la mirada hacia mí. Él se acercó sonriente y aprovechó nuestra diferencia de altura para revolver mi cabello. 

    – Se supone que eres buena con la lógica. – Murmuró, arqueando una ceja, como si imitarme fuera un chiste. – Me lo dijo mi mamá, tonta. ¿Te crees que soy adivino de verdad? 

  Luego de eso, soltó una carcajada sonora e ingresó a su habitación, pero no cerró la puerta.

  Caminé por el pasillo con rumbo a las escaleras. Fui bajando de a poco hasta que llegué al peldaño final y así dirigirme a la cocina. Abrí el refrigerador y saqué la olla de arroz que mamá había dejado preparada en la mañana. Serví para dos platos y lo acompañé con ensalada de tomate. Al terminar de servir, me senté en la mesa a comer, esperando a que Bastián bajara.

  Unos minutos después, mi hermano ingresó a la cocina y sonrió al ver el otro plato. Se sentó justo frente a mí. 

    – Es extraño almorzar contigo. – Comentó, rompiendo el silencio en el que estábamos. Le miré entre confundida y ofendida. – Casi no sales de tu cueva cuando llego yo. 

    – Es verdad. – Respondí de forma breve. – ¿Por qué llegaste más temprano hoy? 

  Tenía esa duda en la cabeza. No sabía si era siempre así o es que hoy era un día especial.

  Bastián sonrió. 

    – Se reventaron unas cañerías y se inundó el patio, así que los despacharon a todos. – Me explicó. Una cucharada más de arroz fue a parar a su boca. – ¿Quién te lanzó el jugo encima? 

   – El vecino. – Contesté con simpleza, pero me vi obligada a explicarle cuando puso cara de desentendido. – Fue Gabriel, el hijo de la señora Dona. 

  El rostro trigueño de mi hermano se mostró extrañado y perdido completamente. 

    – ¿Gabriel te lanzó el jugo? – Solo asentí a su pregunta. – ¡Ja! Esa cara de "inocentonto" me engañó.  

  Curveé los labios de forma sutil al escuchar sus palabras empleadas. Bastián y su peculiar costumbre de crear palabras siempre fue un caso perdido.

    – Fue un accidente. Creo que se tropezó o algo así. – Le comenté para después comer algo más de arroz. 

    – Ah, eso lo explica. 

  Continuamos almorzando sin mucho más que decir. Siempre con alguna que otra broma de Bastián, quien no era capaz de madurar a pesar de tener veintiséis años y ser un profesional en la rama de educador especializado en artes visuales. 

  Mi hermano mayor era la persona con la que más hablaba. Nunca manteníamos una conversación por más de diez minutos y eran muy pocas las circunstancias como estas, en las que hablábamos de cosas triviales. Pues, desde hace algún tiempo, simplemente me alejé de todos y de todo, pero Bastián se terminó convirtiendo en la barrera que me separaba de la demencia, con sus bromas tontas y su particular don de hacerme rabiar. Era la persona con la que más me había llegado a abrir desde hace mucho. 

  A unos instantes antes de terminar de comer, un sonido poco usual se escuchó desde la puerta de la casa, más específicamente, alguien había tocado el timbre.

  Intercambiamos miradas desconcertadas. 

  Bastián se levantó de su silla y caminó a la puerta de entrada. Yo continué comiendo de mi plato por algún tiempo, hasta que me percaté de que mi hermano había vuelto y su sonrisa burlona me indicaba que no era nada bueno para mí lo que tocó el timbre. 

    – Le buscan, señorita. – Canturreó. 


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