15.

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    – ¿Qué clase de caricaturas veías cuando eras más pequeña? – Preguntó Gabriel.
  Me reí mentalmente por la pregunta que me acababa de hacer. 

    – No miraba caricaturas de niña. – Le mentí, intentando disimular las ganas de reír. 

  Claro que gozaba de la basura televisiva que daban cuando me aproximaba a los 5 y 13 años, pero no iba a admitirle a Gabriel que me emocionaba cuando me llegaba la noticia de que iban a pasar una maratón de Barbie o un especial de Mickey Mouse. Esa información echaría a perder mi preciada reputación. 

    – ¿De verdad? – Inquirió incrédulo. – Eres muy rara, Samanta. 

  Asentí en afirmación a sus palabras. 

    – No eres ni el primero ni el último que me lo dirá, Miyers, debes saberlo. 

  Gabriel curveó sus labios en una sonrisa ligera, algo que pude notar por mi vista periférica. 

  Lo bueno del semi rubio era que se distraía con mucha facilidad de cualquier tema, cosa que aprovechaba en alguna ocasión, cuando sus comentarios me comenzaban a fastidiar o cuando insistía demasiado en algo. Eran las grandes ventajas de no hablar mucho, desarrollas la vista y el oído mucho más, asimilando la personalidad del prójimo más rápido de lo usual. 

  Pronto llegamos a nuestro destino y cada quien se fue a su respectiva casa. 

  Entré a casa, dispuesta a irme a mi cuarto, pero las inusuales risas en la cocina atacaron un poco a mi curiosidad. A penas me asomé, pude distinguir a una chica que jamás había visto en mi corta vida. 

  Alta y pelirroja era lo que podía notar de ella, pues estaba dándome la espalda. 

  Odeth se reía de algo que la chica había comentado, mientras preparaba algo que no pude llegar a identificar. 

    – Odeth, ya estoy aquí. – Interrumpí su conversación con el típico tono de mi voz. 

  La pelirroja se volteó hacía mí cuando mi voz hizo presencia en la cocina. 

  Era una chica bastante guapa, a decir verdad. Labios gruesos, ojos grandes y pestañas muy largas, con la nariz respingada y una piel extrañamente liza. (probablemente maquillada)

    – Supongo que ella es Samanta. – Mencionó la desconocida. 

  Enarqué una ceja al escuchar que pronunciaba mi nombre. Le miré desafiante, a lo que ella me devolvió con una sonrisa de suficiencia bastante explicita. Quizás solo era yo, pero el ambiente había cambiado a uno muy tenso. 

    – Mamá dejó tu almuerzo en el horno... – Dijo Odeth, rompiendo ese silencio. 

  Silencio que, más que incómodo, era tirante. 

    – No tengo hambre.

  Salí de la cocina y me dirigí escaleras arriba. 

  No es que los amigos de mis hermanos me desagradaran. Casi siempre pasaba de ellos. Pero no me había agradado demasiado esa mirada que tenía en mí la pelirroja. 

  Dejé de darle tantas vueltas al asunto y me adentré en mi habitación, poniendo en marcha aquellas actividades que siempre hacía.

  El cielo comenzaba a oscurecerse después de haber estado escuchando música por un rato.      Había sentido cansancio en mi cuerpo, pero, extrañamente, no tenía deseos de dormir. Eran pocos momentos en los que no sentía sueño en las noches. Me sentía más enérgica que de costumbre, cosa que era muy extraña en mí. 

  Me levanté de mi cómodo sitio en la cama y observé por el bisel de la cortina, notando que la verde plaza y la vereda estaban desiertas. 

  Seguramente no me habían llamado para la once porque pensaban que estaba dormida, pero eso daba igual. No tenía hambre ni sed después de todo. 

  Abrí la cortina, y seguido de eso, repetí el proceso con la ventana, sintiendo el helado viento de invierno golpearme en el rostro de una forma agradable. Mi piel se erizó con solo el contacto de la brisa. Empapé mis pulmones con ese dulce aire fresco de la noche. Y me quedé así por unos segundos, con los ojos cerrados y apoyada en la ventana, disfrutando de esa calma en el ambiente. 

  Miré la fachada de mi casa y seguido de aquello la desierta calle: Perfecta tranquilidad.

  Me subí al marco de la ventana con firmeza, y tratando de no mirar abajo, fui escalando de a poco por la pared. En dos ocasiones casi caí, pero era normal, ya que hace algunas semanas no subía a mi lugar especial. 

  Me senté en el tejado, dejando mis pies colgando al vacío, mientras observaba la tranquilidad del vecindario en el que crecí, cual ahora adornaban mis bellas confidentes nocturnas. 

  Este lugar era como una fuente de juventud para mí, ya que recreaba en mi cabeza esos momentos inolvidables en la conciencia de una persona. Esos momentos bellos, en lo que se englobaba la felicidad, la diversión, las risas... Pero también me traía recuerdos dolorosos, esos recuerdos que dejan cicatriz, aunque ya haya cerrado la herida. Como una pared con clavos: pese a que los saques, ellos dejan su marca... 

  Solía pensar que, desde aquí, yo podía ver todas las maravillas en el mundo, cada lugar, cada terreno, cada curva del planeta. Que podía hacer todo lo que yo quisiera y que nadie pondría limites a ese mundo de princesas en el que deseaba vivir. Pero es difícil medir consecuencias y calcular obstáculos cuando tienes diez inocentes años.

    – ¿Qué haces allí arriba? – Rodeé los ojos al escucharlo. 

    – Bien, estoy comenzado a pensar que eres un acosador psicópata, Miyers. – Le comenté con burla. 

  El chico me miraba desde la pandereta de su casa, con una expresión entre extrañada y sonriente. 

    – Lees demasiadas cosas de terror, Samy. – Me contestó Gabriel, marcando su última palabra. – Yo no sabía que escalabas. 

  Ignoré ese apodo que, de vez en cuando, las personas usaban en mí. No me gustaba mucho que me dijeran así, además de que me sonaba a nombre de perro.

    – Hay muchas cosas que no sabes de mí. – Le murmuré le suficientemente fuerte para que me escuchara. – Sube si quieres. 

  El semi rubio me miró con los ojos más abiertos que de costumbre. Tragó duro y observó desde lo más bajo hasta donde me encontraba yo. 

    – No creo que pueda subir. – Dijo con miedo. – Tengo muchos años por vivir. 

  Sonreí con burla y negué devolviendo la vista adelante. 

    – Como quieras, es tu decisión. 

  El chico se quedó callado por varios segundos, pero escuché claramente el crujido de las piedritas sobre la pandereta de cemento. Me reí para mis adentros. 

    – ¿Esto es seguro? – Interrogó desde el costado de la casa. 

  Le miré otra vez. 

  Gabriel buscaba con la vista un lugar de donde sujetarse. Solo apoyé mi mejilla en la mano, observándole divertida. 

    – No lo creo, pero si lo quieres averiguar... La casa no se va a mover.

    Así vi como él escalaba lentamente por la pared. Le costó mucho, pero el esfuerzo que puso dio sus frutos cuando alcanzó a subirse. Gateó hasta mí con la mirada baja. 

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