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    – Tienes que enseñarme como lo haces, Gabriel. – Exigió uno de sus amigos. Más específicamente, un chico llamado Pablo. 

  El semi rubio recibía halagos por parte de todos los que vieron sus jugadas. 

  Era obvio que estaba adentrado en un videojuego, aunque, de aquí a saber cuál de todos era, se complicaba. Y no era algo de lo que estuviese ansiosa por saber. 

  La campana sonó, indicando la hora de salida. 

  Me apresuré a tomar mis cosas y dirigirme a la puerta del salón. Pero solo me quedé allí, parada fuera del lugar, esperando a que Gabriel saliera del salón también. 

  No era intencional. La rutina de irme con el semi rubio a casa ya se había apoderado de mí. Era extraño, lo sé, pero el chico ahora había entrado en mi monotonía de cada día. 

  Esperé por cinco minutos aproximadamente. Cinco minutos en los que Miyers se tardó en guardar su computador en su mochila. Después apareció en mi rango de visión su polerón verde militar, indicándome que el chico ya se encontraba junto a mí. 

  Sonrió con arrogancia al darse cuenta de mi presencia. Solo le contesté con una mirada fría y desafiante. 

    – Vamos a casa, Samanta. 

  Cambió esa mirada por una común de él y su típica sonrisa. 

  No le respondí, pero comencé a caminar a la puerta de salida. Gabriel hizo lo mismo en tan solo unos segundos. 

  Salimos del edificio. Con un paso constante fuimos acortando la distancia entre nuestra calle y el liceo. 

    – ¿Sabes, Samy? Me gustaría que conocieras a mis amigos. – Dijo después de un lapso de tiempo en silencio. 

    – Ya los conozco. – Contesté en mi tono normal. – Y no me llames Samy. 

  Me empujó ligeramente con un costado de su delgado cuerpo. A pesar de que no logró moverme mucho, le dirigí una mirada cargada de molestia para que captara la advertencia. Sin embargo, y como siempre, el semi rubio solo sonrió. 

    – No. Yo digo que me gustaría que fueras amiga de mis amigos. – Explicó Gabriel. 

    – ¿Eres de lento aprendizaje o solo perdiste tu mente a los cinco años? – Pregunté enarcando una ceja. – Ya no sé en qué tono decirte que no quiero. 

    – No quieres amigos, pero igual somos amigos nosotros ¡Oh, la ironía! – Se mofó de mí. 

  Sentí deseos de dejarle una amarga sensación en la boca, y esta era la oportunidad perfecta de hacerlo. 

    – Nunca dije que lo fuéramos. Sigues siendo solo un vecino, ni siquiera un conocido llegas a ser, Miyers. – Le solté sin anestesia. – Aún no tienes importancia para mí.

  Ni siquiera se inmutó a mi anunciado. Seguía con esa sonrisa pasmada en la cara, lo que me llevaba a preguntarme: ¿Por qué siempre estaba tan... feliz? 

  No cruzamos más palabras durante nuestro trayecto. Y él no parecía estar incómodo. Todo lo contrario a mí, que lograba sentir ese ambiente tenso a mi alrededor. Al llegar al destino fijado, solo se despidió y entró a casa. 

  Ingresé a la mía, y me fui a mi habitación como siempre. 

  No pude concentrarme ni un poco en leer, pues el bote de la interrogante navegaba por mi océano mental.

  ¿Realmente Gabriel seguía siendo indiferente para mí? ¿No estaba engañándome a mí misma? 

  Honestamente, Miyers había raptado gran parte de mi cerebro. Desde que me fastidiaba su presencia había sido de esa forma. Pero, ahora, algo había cambiado. Y no, no lo consideraba de la forma en la que él quería que lo considerara, pero debía de admitir que había dejado de ser un "nadie" en mi corto lapso de vida. No me avergonzaba admitir que tenía miedo de esto. De esto que estaba sintiendo. No quería volverme la presa de alguien otra vez. Y sabía que, mientras más confianza sintiera, más vulnerable me iba a volver... No podía engañarme a mí misma, y, desafortunadamente, me conocía demasiado bien para poder llegar a vivir en una mentira. Gabriel estaba entrando en un terreno inexplorado, aunque no parecía importarle, teniendo latente ese sentido de aventura que algunos suelen poseer. El chico era astuto. Sabía cómo desarmar a una persona y cruzar límites enemigos. Mis suposiciones eran correctas desde un principio: esa carita de inocente disfrazaba muchas intenciones no identificadas. 

  Nadie puede ser tan bueno y puro como para insistir en algo que en nada lo beneficia. 

  Gabriel se traía algo en manos. No tenía la certeza de qué o con qué propósito, pero algo era. Mi computador mental me gritaba al oído que nada bueno saldría de esto, y mis alarmas de posible riesgo estaban activas, descargando molestos sonidos con fuerte volumen. 

  Pronto me encontré en la misma escena que en algún pasado no tan lejano. Con la mirada perdida en la pared y la espalda pegada a la silla con ruedas de mi escritorio. Similar a dormir despierta, como un trance. 

  Y es que, en este preciso momento, yo experimentaba la sensación más humana existente: el miedo a lo desconocido. De hecho, algo que era conocido, pero olvidado en el tiempo. Era la mayor cobarde de todos los tiempos, porque yo no lograba ver más allá de ese temor, igual que siempre. 

  A veces me consideraba a mí misma poca cosa... Tan insegura y fácil de romper. ¿En serio creí que esta paz iba a durar por el resto de mi vida? ¿Había sido tan ingenua para llenarme la cabeza de ideas absurdas? Tan buenas calificaciones y tan poco cerebro para analizar las cosas. Era obvio que tarde o temprano algo iba a forzarme a salir de mi zona de confort, y ese algo ya había aparecido en mi vida. Ese algo medía a un aproximado de 1.58, con piel pálida, ojos azules, rasgos infantiles, abundantes pecas en el rostro y cabello bastante claro. 

  Claro que nunca lo iba a aceptar, mucho menos admitir en voz alta, pero era más que evidente que el chico iba destrozando barreras a su paso. La confianza de a poco iba creciendo en mí, y un calor muy conocido por mi persona se instalaba cuando intercambiábamos palabras. Me asustaba el hecho de que estaba encariñándome con Gabriel, pues nada bueno podría salir de esta sensación en mí. Solo iba a salir lastimada, quebrada y herida, volviendo a recrear ese dolor que soporté por tanto tiempo en algún instante bloqueado en su mayoría por mi cerebro. 

  Dejé caer mi cabeza en el respaldo de la silla y cerré los ojos. Un suspiro involuntario escapó de mi cavidad bucal con fuerza. Me incliné hacia atrás, con los dedos de mis manos entrelazados entre sí. 

  Mi mente, cansada de canalizar información, quedó en un color muy oscuro y acogedor para mí. Suficiente para relajar mis sentidos por unos segundos.  

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