12.

15 8 0
                                    

  Allí estaba mi curso, trotando por el alrededor de la cancha de pasto, con el frío golpeándonos directo en la cara, mientras el profesor Manuel regañaba al que se detuviese. 

  El sudor frío me recorría la espalda y el aire que respiraba estaba muy helado. Estaba considerablemente agitada, pero no lo suficiente para detener mi paso lento y constante. 

  Algunos genios en el arte de la trampa dejaban de correr cuando el profesor desviaba la mirada y retomaban su paso cuando se percataban de que posiblemente regresaría a mirar. Y yo optaba por no hacer movimientos tan arriesgados, sumando a que no tenía inconvenientes en la actividad física. 

  El profesor Manuel nunca me agradó demasiado. No porque fuese el profesor de educación física ni mucho menos, sino, más bien, porque el hombre parecía odiarnos a todos. Creía que era superior por ser el profesor y no dudaba en explotar su poder de control en nosotros. Nunca le falté el respeto, pero eso no era sinónimo de que no le respondiera de la misma manera en la que me gritaba cuando hacía algo mal. Yo podría ser muy callada y sometida a mi mundo, pero tenía dignidad y un orgullo mucho más grande e inmenso que su odio por los niños.

  Cuando tuvo piedad de nuestras piernas cansadas, solo nos otorgó cinco minutos para ir a tomar agua. Cinco minutos, después de haber trotado el triple del tiempo. Algunos ni se dignaron a levantarse del pasto sintético húmedo de la cancha para ir a tomar agua, pues el cansancio era mayor. 

  El grupo de amigas de Ainhoa Muñoz gritaba frases de dolor en la parte derecha del baño, incluso, la chica soltaba alguna que otra oración con respecto a cortarle los frenos del auto al profesor Manuel. 

  Era el típico grupo popular en la clase, Gabriel también estaba incluido en él, pero no eran chicos que fastidiaran a las personas. Ainhoa resultaba ser muy amable y participativa, siempre dispuesta a ayudar al resto, se tenía bien merecido su puesto de admiración entre los estudiantes. Aunque sabía que detrás de esa expresión alegre, se guardaba un gran dolor. 

  Al volver a la cancha, cuatro postes y dos mallas habían separaban la superficie de pasto.   <<Voleibol>> Fue lo que pensé al darme cuenta de esos cambios. 

  El profesor dividió a los hombres de las mujeres e hizo dos grupos de cada género. 

  Las contrincantes no eran muy complicadas de vencer, pues, la mayor parte de esas chicas temían ser golpeadas por la pelota, soltaban risas nerviosas cuando les tocaba turno y no se movían demasiado, agregando a eso, mi equipo estaba conformado por la fuerza bruta, la competitividad, el engaño y la astucia. No había porque angustiarse con semejante formación de tu lado. 

  Ni siquiera fue necesario contribuir, ya que, la pelota parecía disfrutar al estar en las manos de las expertas. Solo tenía que golpearla cuando me tocaba turno de saque y en alguna ocasión, cuando estaba demasiado lejos para las delanteras. 

  Mucho tiempo libre me dejó obsoleta y, pues, me entretuve en lo único anormal que pude encontrar a la vista: El mismísimo Gabriel. 

  De por sí, el chico era el más bajito del curso con su metro y medio. Agitaba los brazos exageradamente y gritaba cuando el balón se acercaba a él. Parecía completamente perdido en la cancha, pero, creo que no se podía esperar mucho de un cuerpo tan pequeño y que aparenta ser tan frágil. 

    – ¡Punto! – Gritó Estefanía Durán, una contrincante. 

    – ¡Y coma! – Contestó Alejandra con una pose extraña. 

  Para las chicas, jugar era una diversión latente. Hacían bromas mientras jugaban, citaban frases divertidas que en algún momento se hicieron virales, etc... Todo inverso a los varones, quienes se tomaban muy en serio el juego y la victoria. Equipo que perdiera acusaría al otro de trampa, se comentarían insultos y terminarían enojados los unos con los otros. Y no es que fuesen incivilizados, solo que, la mayoría de ellos, se caracterizaban por ser muy competitivos. Patrón que también se repetía en algunas chicas del curso. Ya era una rutina que pasaba de mí al notarla tantas veces. 

  Estaba observando como jugaba el género masculino cuando algo me sacó de órbita por completo. Si hasta el tiempo pareció ir más lento. 

  Agustín Cáceres había golpeado el balón en forma de saque, pero, lo que parecía ser un buen saque, se desvió por completo al poste blanquecino que sostenía la malla, provocando rebote y dándole a lo único que tenía cerca. 

  ¿Me convierte en una mala persona reírme del infortunio de otra persona? 

  El profesor Manuel, literalmente, se había comido todo el balonazo en la cara. Acontecimiento que detuvo el pequeño juego de mi equipo y las contrincantes. 

  Apreté los labios para contener la risa que amenazaba peligrosamente con ser expulsada de mi cavidad bucal. Y tenía claro que varios imitaban mi gesto. 

  Nadie ganaba nada negándolo: Era una situación infernalmente divertida para nosotros los espectadores. Era justo, pues ese profesor se burlaría de nosotros si alguno llegara a romperse el cuello en el intento de hacer una pirueta. 

  Pero las risas ganaron cuando Emilia Sánchez soltó a reír en conjunto a sus sonidos de cerdito. Se le sumó la mayor parte de los presentes, incluyéndome, aunque yo traté de retener lo más que pude. Y cuando pensaba que ya no podían ser más fuertes las risas, subieron su intensidad al ver la cara roja de ira de nuestro estimado profesor. 

    – ¡Cállense! ¡Todos estarán castigados! 

  El profesor parecía soltar vapor emanante de las orejas por la ira. 

  Pero, a pesar de sus amenazas, ninguno acató la orden de callarse, ni siquiera yo. 

Algo en tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora