13.

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  Nuestro comportamiento tuvo su precio, y ahora nos encontrábamos todos sentados en el salón, con la tarea de escribir en tres hojas completas la frase "No debo reírme del profesor", además, no tendríamos recreo.

  No era un gran inconveniente para mí, de hecho, me gustaría estar en esta situación si exceptuaran la frase a la que tengo que gastar la preciada tinta de mi lápiz negro.

  Cuando don "todos estarán castigados" abandonó en salón para buscar algo, los murmullos y risas no demoraron en manifestarse. Varios de estos traían formas de asesinarle a largo o corto plazo.

    – Así que si eres capaz de reírte. – Habló una voz, ya bastante conocida para mí.

    – ¿En serio? No tenía idea Sherlock. – Respondí sarcástica, invocando su risa.

  No había dejado de escribir, pero me di cuenta cuando se sentó en el puesto de en junto, puesto que no era ocupado muy a menudo.

    – Me gusta tu risa, es muy bonita. – Comentó Gabriel.

  Esto de los halagos no se le daba bien, pues, si su mentira fuera un objeto, sería el vidrio de una ventana recién lavada y seca. Elogiarme no me provocaba nada, ni una risa ni nada.
 
  Mi risa era escandalosa, ruidosa y un tanto exagerada, más no era intención mía que fuera así. Bastián solía decirme que me reía como una mula rebuznando.

    – Deberías ensayar más tu falta de honestidad.
 
    – Yo sé lo que significa honestidad, y estoy diciendo la verdad. – Respondió él.
 
  Observé sus ojos azules, buscando engaño, falsedad, mentiras, pero no pude detectarlo. Recalcaba mis palabras: Gabriel era un gran actor.
 
  Ciertamente, después varias ocasiones, ya comenzaba a tolerar un poco la presencia del chico, cosa que no era sinónimo de que me agradara estar con él. Aún me incomodaba y me parecía molesto que se acercara tanto, pero ya no de la forma que la primera vez.

    – ¡Gabriel! ¡Deja a tu novia escribir y ven un momento! – Vociferó Cristóbal Torres.
 
  Al estarlo mirando, fui testigo de cómo los zafiros que tenía por ojos se abrían en grande y la sangre bombeó más fuerte a sus pálidas mejillas, ahora sonrojadas por las palabras de su amigo.

  No presté atención al comentario y continué escribiendo.
 
  Gabriel, por su parte, se levantó corriendo hasta el lugar donde estaba ese chico alto y de cabello azabache.
 
  El profesor volvió unos minutos después, regañando a algunos pocos que se encontraban de pie o haciendo algo que no fuera escribir lo que él indicó.
 
  Terminé rápidamente y se lo mostré a aquel hombre, quien solo me regaló una mirada y asintió una vez.
 
  Solo me quedaba esperar a que comenzara la clase de tecnología, en la cual podía presumir, me desempeñaba con honores.
 
  Tal vez, lo que más me molestaba de Gabriel, es que se había robado parte de mis pensamientos. Ya no podía pensar cosas bonitas por pensarlo a él y que al próximo día tendría que volver a soportarlo. Mi orgullo no me dejaba aceptarlo, pero Gabriel ya no era tan indiferente en mi vida. No. Él se estaba transformando en mi mayor molestia. Una molestia de la que no me podía deshacer. Miyers estaba en una batalla constante contra mí. Ni uno de los dos parecía querer ceder. Yo intentaba ser paciente y él, al parecer, insistía en cruzar mis muros de seguridad.
 
  Según él, no me hostigaba a propósito, solo deseaba que yo tuviera a alguien con quien hablar, pero su actitud de niño bueno no llegaba a mí. ¿No lograba entender que no era no? Quizás él se tomaba muy en serio el dicho de que nada era imposible, o que había que luchar hasta que no pudiera más. Eran dichos que no aplicaban para todo y la gente los empleaba muy mal. No es que aquellas palabras mintieran, más eso no significaba que debías irrumpir en el espacio personal de otra persona y hacerla pasar momentos incómodos solo por querer hablarle.

  No era ninguna experta en la rama de la psicología humana, y su maravillosa interpretación de gestos y medios sociales, pero no era necesario ser un Stephen Hopkins o Albert Einstein para darte cuenta de que sus métodos de acercamiento no eran muy acertados al no captar mis claros gestos de negación. Ni comprendía porqué tenía tantos amigos. Las conclusiones a las que podía llegar, era que nadie nunca le había rechazado en ese ámbito y no tenía conocimientos de la forma correcta para tomarlo o, simplemente quería ser molesto y buscaba que le gritara en la cara que me dejara en paz. Y, la segunda teoría era la indicada para mí.


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