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  Unas horas luego, mamá me despertó como siempre, y yo hice mi rutina normal. Bajé a tomar desayuno, encontrándome con la mirada de Bastián y Odeth sobre mí. 

    – Buenos días Samy, ¿Hubo linda noche ayer a las dos de la mañana? – Preguntó Bastián. 

  Casi escupí mi café. 

  Le observé, dándome cuenta de la mirada pícara que estaba dedicándome.

    – Agradece que solo te escuchó el tomatito. Imagínate que mamá te hubiera escuchado. –    Añadió Odeth, mirándome en advertencia. 

  Ambos se miraron cómplices y se burlaron de mi rostro (probablemente impactado por las noticias). 

    – Te pillamos po' comadre. – Dijo mi hermano mayor con burla. – Yo no soy celoso y tú lo sabes, pero quisiera saber quién fue el tonto que te pudo soportar por tantas horas... 

  Seguro que mi rostro era todo un poema con sus recientes declaraciones. Mi único recurso fue curvear mi ceja derecha y fingir que jamás escuché esto. Ambos hermanos restantes se comenzaron a burlar de mí, y fingían sorpresa de que yo hablara con alguien. Y en estos momentos era cuando comenzaba a dudar de mi amor por ese par de seres extraídos de las entrañas de mi madre. 

  Continuaron burlándose de mí hasta que se marcharon a sus respectivos deberes. Y yo solo traté de ignorar en mi cabeza sus molestos comentarios. 


  Lunes por la tarde, en la clase de artes visuales. Allí era donde me encontraba, dibujando una figura femenina en mi croquera. 

  La profesora Giovanna se había ausentado por problemas personales, así que nos encomendaron a la señora Gladis, quien nos había dicho que podíamos hacer lo que quisiéramos, pero en silencio y en calma. 

  No podía presumir de mi habilidad para el dibujo, pero tampoco lo hacía mal. Era un intermedio, si es que así se podría decir. Aunque, de todas formas, no pensaba seguir el arte como carrera de por vida. 

  Mi música sonaba a través de los auriculares en mis oídos. Una perfecta combinación de batería, guitarra clásica y teclado se iba transmitiendo tras los aparatos, cuales deleitaban a mi sistema auditivo. 

  Había tenido un fin de semana sin mucho que decir. Muy calmado y tranquilo, en donde pude leer sin interrupciones, ver películas e indagar información bizarra en el internet. 

  Lo único que me molestaba un poco era que la amiga de Odeth, quien comenzaba a aparecerse como Pedro por su casa. Ya no nos prestábamos atención, pero tenía más que suficiente con un solo extraño metiéndose en mi vida constantemente. 

  Y, hablando de su persona; el chico se encontraba en los últimos puestos con sus amigos. No tenía ni la menor idea de lo que estuvieran haciendo, pero tenían un computador sobre la mesa y todos los curiosos habían ido a ver qué era lo que se mostraba en el artefacto electrónico. 

  Yo no tenía la música demasiado alta, así que podía escuchar más o menos lo que pasaba, solo que no les estaba poniendo demasiada atención. 

    – ¡Corre, perra! ¡Corre! – Gritaba una voz que no podía reconocer. 

    – ¡Fabián! – Lo regañó la señora Gladis, elevando su voz. 

  Seguí sin prestarles atención, concentrándome más en terminar mi dibujo con la sombra y todo. 

  No podría ser una experta dibujante, aunque tenía un hermano que era profesor de artes visuales, así que "nada" no definía mis actitudes para el ramo. Pero, pese a que mi trabajo fuera basura mal hecha, jamás sacaba una mala calificación, ya que la profesora Giovanna consideraba que el arte no tenía límites, y ella no tenía el poder de ponerlo. Todos cruzábamos el curso con el promedio más alto en artes visuales si de trabajos se trataba. Su única exigencia era que participáramos en la clase, tuviéramos buen comportamiento y entregáramos los trabajos limpios y a tiempo. 

    – ¡Vamos, hermano! ¡Puedes hacerlo! – Exclamó una voz masculina, solo que con un tono distinto a la anterior. 

  La señora Gladis volvió a regañarlos, y les puso de advertencia que a la próxima les arrebataría el computador. Un silencio inusual se hizo en el salón, o al menos eso parecía para mí, pues, yo no estaba escuchando del todo. 

  Me giré un poco para ver porque estaban tan callados. La mitad del curso estaba centrada en la pantalla de ese computador. El semi rubio estaba sentado frente a él, y manipulaba entre sus dedos un control de videojuegos. Su semblante estaba muy serio y sus azules ojos muy fijos en el aparato. Manejaba hábilmente las palancas del control. 

  El resto de expectantes observaban en silencio la escena. 

  Acabé mi dibujo unos minutos después. Le coloqué mi firma y cerré la croquera, satisfecha con mi creación. 

  Verifiqué la hora en mi celular. Solo faltaban quince minutos para que acabara la hora y nos dejaran irnos. 

  Yo no era de esos que les encanta ir a la escuela, porque, hay que admitirlo: levantarse a las tantas de la mañana es lo peor que le puede suceder a una persona. Si fuera por mí, estudiaría desde mi habitación. Más que nada, me gustaba aprender de lo que me podrían aportar mis profesores, cosa que cada vez me iba pareciendo más inútil. Casi todo lo que explicaban yo ya lo había escuchado. Matemáticas, historia, literatura, biología, química, física, etc... Eran cosas que ya conocía al derecho y al revés. Agregando a eso que, a mi parecer, la mayor parte de lo que te enseñan en la infancia no te va a servir de nada en el futuro. Es cosa de usar la mente por un segundo, el noventa por ciento de los que están presentes hoy, en cinco o seis años más van a recordar las formulas básicas en el ámbito matemático, pero no recordarán ese poema de    Pablo Neruda que el profesor nos hizo leer a los quince años, o la importancia que tuvo la civilización greco-romana en la historia. 

  Y, pese a mi opinión, yo debía de seguir en los estudios. En un siclo como este, sin estudios no eres nada para muchos, y yo prefería tragarme los tres años que me quedaban en la educación media. 

    – Vamos ¡Vamos! ¡Si! – Gritó una voz que, pude identificar, era de Camila Mercado. 

  Seguido de este grito, muchos otros le continuaron. 

  Me volví a voltear. Gabriel levantaba ambos brazos y respiraba jadeante, con una gran sonrisa implantada en el rostro. 

    – ¡Diablos, viejo! ¡Qué bueno eres! – Exclamó Cristóbal Torres de forma enérgica, dándole unas palmaditas amistosas en la espalda. 

  Miré a la señora Gladis, quien los miraba en reprobación, pero con un toque de compasión. 

  La mujer era sencilla, amable y flexible en su mayoría. Sabía que no iba a quitarles el computador. Después de todo, solo faltaban unos minutos para que acabara la hora. 

Algo en tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora