9.

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  El fin de semana había pasado muy normal para mi suerte. Todo parecía estabilizarse otra vez y el equilibrio en el que me había mantenido hasta ahora se encontraba intacto. 

  Mamá estaba muy adentrada en la pantalla de su computadora portátil. Escribía ágilmente, utilizando sus diez dedos de las manos al teclear. Por otro lado, papá observaba con habilidad el tablero de ajedrez que tenía en frente, jugando la revancha de tres partidas contra Odeth. 

  Solo había bajado de mi "cueva" (como solía llamarla mi madre) por una taza de café y algún refrigerio que satisficiera mi hambre. 

  Según escuché, Bastián se había ido a la casa de la despreciable Daniela. Al parecer, querían pasar tiempo de calidad como pareja, pues la señorita "¿Quién es esa tal Samanta?" no se conformaba con llamar a mi hermano a todas horas, sin importarle en el lugar que estuviera o si el momento era oportuno. Mi falta de experiencia en una relación tan mala como esa no me dejaba comprender las razones de mi hermano para seguir con esa bruja. Pero yo no podía hacer nada, después de todo, Bastián ya era suficientemente grande para darse cuenta de lo que le sirve y lo que no, y si él quería continuar con esa dañina relación llena de desconfianza y celos, pues yo no tenía por qué entrometerme. 

    – Samanta, hija. – Habló mi madre, dirigiendo su vista a mí al hacerlo. – ¿Puedes sacar a Cerbero un rato al parque? 

  Le miré incrédula. Casi en ninguna ocasión me pedía sacar a Cerbero. Solo arrugué el entrecejo. 

    – ¿Por qué? Odeth y Bastián siempre lo hacen. 

    – ¡Pero ahora estoy ocupada y el mamón ese no está! – Explicó Odeth, fijando su próximo movimiento. – Nunca lo haces. ¡No te cuesta nada, Samy! 

    – No me llames Samy. – Respondí entre dientes. 

    – Yo no te veo ocupada, Samanta. Te hará bien salir y estirar las piernas un poco.

    – No, gracias. Tengo suficiente con caminar al liceo y la clase de educación física. 

    – Samanta. – Me llamó mi madre otra vez. La miré. – Por favor. 

  Dudando por unos segundos, terminé por suspirar de resignación y asentir. 

  Mi madre esbozó una sonrisa triunfante y Odeth celebró sobre su silla sin emoción, pues tenía las prioridades en otro lugar. 

  Mamá era la única mujer en el mundo a la que no le podía negar nada, aunque no exactamente por la autoridad que pueda ejercer. 

  Luego de tomarme el café, amarré al collar de Cerbero su cadena y el siberiano, sabiendo lo que seguía, apresuró el paso al portón de la casa, tirándome a mí mientras caminaba con prisa. 

  Cerbero no me agradaba del todo, pero tampoco lo terminaba de despreciar. Era una mascota demasiado enérgica para mí, además que, hace unos meses atrás, este enorme canino color blanco con gris hizo el intento de asesinar a Fifí, y por suerte Bastián se había percatado de las intenciones de su mascota, puesto que, si hubiese sido de otra forma, tal vez Odeth hubiese obligado a nuestros padres a sacrificar al impulsivo can. 

  Aunque, con el paso del tiempo, los años iban pesándole más al pobre y ya no era capaz de correr horas sin cansarse. Once años ya tenía, pero Bastián no estaba preparado para dejarlo ir. De hecho, de solo pensar en su muerte, el mayor de mis hermanos estallaba en llanto como un niño perdido en un centro comercial. 

  El animal llegó a la vida de mi hermano cuando era solo un cachorro indefenso, ya que, por algunas circunstancias de la vida, el siberiano apareció en la playa a la cual nos habíamos ido a vacacionar, y el corazón de abuela que posee Bastián no le permitió dejarlo solo. En ese entonces, mi hermano se había obsesionado de forma terrible con la cultura griega, más específicamente, con el reino del inframundo, y allí daba lugar el origen del nombre del can, pues llevaba el mismo título que el perro de tres cabezas del señor del inframundo Hades: Cerbero. Solo sabía que el chico amaba a su "bebé" con locura. Tanta, que hasta apostaría que lo amaba más que a Odeth o a mí. 

  Los tirones del perro me indicaban que quería salir corriendo, pero esta vez no iba a soltarlo tan ingenuamente, yo era la que tenía que seguirle corriendo luego. 

  Le ladraba con euforia a los gatos que encontraba en su camino, quienes subían velozmente a las copas de los árboles. 

  Esta era una plaza muy tranquila, ya que no vivían muchos niños por aquí cerca. Estaba justo frente a la casa, pero, como se puede deducir de forma rápida, no es que yo disfrutara mucho de venir a pasar el rato. 

  Me senté en la cerámica de la pileta con la correa del perro aún muy sujeta a mi mano. 

  Aunque estar cerca de un líquido helado daba un poco de frío, era relajante escuchar el agua zambullirse. 

  El grato silencio del cercano invierno reinaba agradablemente esa tarde. 

    – Tu hermana es la que generalmente saca al perro. – Y ese maravilloso silencio se rompió. 

    – Creo que aparecerse de pronto va a ser un deporte olímpico. 

  Mi vista periférica detectó una sonrisa. 

    – Toma..., – Dijo Gabriel, estirando su mano hacia mí. – El señor Andrés me dijo que se llaman "helados de otoño" 

  Lo miré, viendo aquel dulce de cono y malvavisco color rosado. Lo sujeté con dudas. 

    – Tú no entiendes el significado de "no" ¿No es así? 

    – Es una palabra que aún me cuesta. – Me respondió Gabriel, de una forma alegre. 

  Negué con la cabeza, mordiendo el malvavisco rosado que, inmediatamente, activó mis papilas gustativas. 

  El can de mi hermano parecía haberse cansado de batallar conmigo por soltarse y ahora se había dejado caer en el pasto. El semi rubio se había sentado junto a mí, mientras comía su dulce, cual pronto desapareció de sus manos.

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