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  Gabriel caminó rápido conmigo de la mano. Yo, mientras tanto, trataba de impulsarme como él había dicho, a paso largo.

   Y, de pronto, dejé de sentir su mano sobre la mía. Subí el pie a la base de la patineta y seguí adelante sin ayuda.

     – ¡Sí! ¡Mira eso, Samanta! ¡Lo hiciste! – Felicitó Gabriel a mis espaldas.

   No fui capaz de responderle, pues estaba más concentrada en no irme de cara contra el piso que los halagos del semi rubio. Volví a impulsarme con el pie izquierdo, pero al subirlo otra vez, este quedó en la punta trasera, dando suficiente peso como para que la parte delantera se levantara y yo cayera en seco de espalda contra el piso.

   Gabriel llegó corriendo hacia mí, con una tremenda cara de angustia y preocupación. Apenas quedó a mi exacta ubicación, se puso de rodillas a un costado.

     – ¿Estás bien, Samanta?

   No pude evitar soltar a reír en carcajadas, retorciéndome tal cual gusano en el piso de la risa.

   La cara de mi vecino y compañero se había vuelto todo un poema. Probablemente no entendía lo que estaba sucediendo, pero rápidamente se unió a mis carcajadas en el contagio del momento.

   Realmente no entendía lo que me causaba tanta gracia. Simplemente sabía que no podía parar y el supuesto dolor de la caída había quedado nulo o, por lo menos, apaciguado al mínimo. Probablemente esta era la ocasión en la que más me había reído desde hace mucho tiempo.

   El cielo ya se había oscurecido, aunque no había estrellas esta noche. Ellas se habían ocultado tras las numerosas nubes que adornaban el firmamento.

     – Por la... ¡Oh! ¡No puedo creer que anduve en patineta yo sola! – Exclamé entre risas. Eran palabras más para mí que para Gabriel.

   Aún tirada en el piso, alcé los brazos en gloria y satisfacción.

     – ¿Puedes creerlo? ¡Es una locura! – Comentó Gabriel, riendo igual que yo.

   Me fui recomponiendo de a poco, sentándome sobre el cemento de la calle. Gabriel fue el primero en pararse, así que me extendió una mano para ayudar a levantarme.

     – Gracias.

   Volví a reír al ver que la patineta había quedado a más de tres metros de nosotros. Gabriel fue a buscarla mientras yo me sacudía la tierra de la sudadera y el pantalón.

     – Mierda, pensé que me había librado de tu risa de mula... – Comentó una voz masculina desde atrás.

   Ni siquiera tenía la necesidad de girarme para saber que había sido Bastián, y ahora él había conseguido un motivo para fastidiarme los siguientes días, de hecho, tal vez hasta que se le olvidara el asunto.

   De cualquier forma, me volteé para confrontarle. El desgraciado tenía tremenda cara de querer reírse, tal como si le hubiesen contado el mejor chiste de su vida.

     – Por cierto, lindo casco, hermanita querida. – Se mofó Bastián, guiñándome un ojo al hacerlo.

     – Oh, hola Bastián. – Saludó Gabriel al llegar junto a mí con su patineta.

     – Hola Gabriel. Oye... Samanta ya tiene que entrarse, es muy tarde, pero mañana pueden seguir jugando.

   Bastián me miraba todo el tiempo. Su expresión amistosa era una completa farsa, porque se le notaba que quería burlarse de este evento, y la probable expresión con la que le estaba observando ahora. Literalmente, me estaba tratando como una preescolar.

     – Sí, es verdad. Quizá mamá también quiere que me entre ya.

   Suspiré frustrada, frotando mi cara con una de mis manos. Me quité el casco y se lo entregué.

     – Bien. Entonces adiós.

     – Bye Samanta.

   Caminó hasta su casa y entró. Yo, por mi parte, fui a buscar la mochila que había dejado sobre la banca y me la colgué al hombro, todo esto bajo la mirada divertida de mi hermano mayor.

     – Yo de por sí venía contento, y mira con lo que me encuentro. ¿Será este mi día de suerte? – Se burló.

     – Te prometo que, si le comentas algo de esto a alguien, esta noche tendrás una cita con el peluquero. – Respondí de forma seria y gélida.

     – ¿Desde cuándo amenazas, Samy?

     – Solo estoy advirtiéndote de las consecuencias, abstente a ellas.

     – Calma, fiera. No me llamo Odeth..., – Desordenó mi cabello con su mano. – además, no me hace faltar decirle a nadie para molestarte con el pelos de pantene.

   Entramos a casa y, para mi buena fortuna, no nos cruzamos con la bombardeada de preguntas de mamá. Solo nos vio mi padre, pero se ahorró sus comentarios cuando Bastián le hizo señas con la mano.

   Subimos las escaleras juntos, aunque, claro, ambos con distintos rumbos.

     – Pero, en serio... ¿Por qué él? No lo entiendo, no tienen ni una sola cosa en común. Él es raramente simpático y tú una amargada de lo peor...

     – Primero: Ya no soy una niña, no tienes que cuestionarme en nada tú. Segundo: No tienes cara para decirme la incompatibilidad de dos personas cuando tienes una novia que nadie en sus cinco sentidos soportaría, y tercero: Miyers y yo ni siquiera somos amigos, y si estaba compartiendo un momento con él, es simplemente porque se dio la circunstancia. – Expliqué si mirarle y a mala gana.

     – ¿Tienes que arruinar siempre mis suposiciones?

   Fruncí el ceño a los que dijo.

     – Además, no sacas nada haciéndote la huevos tibios, te vi con el pelo de mantequilla y no puedes negarlo. ¡Boom!

   Como siempre, se mofó de mí hasta que llegué a mi habitación y entré en esta.

   Me esperaba una larga semana llena de burlas de Bastián. Solo esperaba que el rumor no llegara a Odeth, puesto que, si así pasaba, mamá no tardaría en abofetearme a preguntas sobre Gabriel y mi extraño acercamiento a él. 

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