Tras sobrevivir a una fuerte epidemia que acabó con la mitad de Kattegat, Gyda, la única hija de Ragnar y Lagertha, se había ganado el temor de los habitantes del pueblo del cual su padre gobernaba. Nadie podía acercarse a ella, nadie podía lastimar...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
A la noche siguiente, los vikingos volvieron a atacar el castillo bajo el liderazgo de Rollo, permitiéndole a Lagertha llevar a sus escuderas por el río oscuro para atacar el puente sigilosamente.
Gyda volvió a preocuparse, quedándose al lado de su padre Ragnar en la cima de un monte, dónde la vista al castillo de Paris quedaba a simple vista. Su padre estaba enfermo y débil, y no había podido participar en la batalla, así que Gyda decidió hacerle compañía entre la oscuridad del bosque a sus espaldas.
—¿Crees que lograrán entrar?—murmuró ella, de pie cerca de la orilla del monte, contemplando la gran estructura del castillo a la distancia, dónde pequeñas manchas luminosas parpadeaban entre la noche. —No lo sé—confesó su padre con voz rasposa.
Gyda no se volteó hacia él cuando lo escuchó hablar. Estaba demasiado perdida en sus pensamientos para prestarle atención a otra cosa. Ni siquiera alzó su mano para acariciar el espeso pelo de Fenrir. Sólo se mantuvo allí de pie, contemplando la lejanía con distracción.
De pronto, sus ojos se levantaron hacia la gran luz que comenzó a expandirse en la entrada del puente cerrado. Su madre ya estaba allí, por lo que su atención cobró interés de inmediato.
—Padre—llamó mientras trataba de ver qué es lo que pasaba en el puente. Lo que era imposible ya que apenas se veía algo entre la oscuridad y la distancia. Cuando no escuchó respuesta de su padre, se volteó hacia él y abrió los ojos con terror cuando lo encontró tirado en el suelo hecho un ovillo, la leve luz de la luna mostraba el sudor de su frente y el temblor de su cuerpo enroscado. Sus celestes ojos miraban hacia un punto lejos de ella—¡Padre!—Se arrodilló frente a él, posando su mano sobre su hombro —No nos abandonen—suplicó en un susurró lastimero, sin mirarla a los ojos, cómo si estuviera hablando con alguien más. —Padre, ¿qué sucede?—preguntó Gyda, asustada.
