Capítulo I: La propuesta

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Sostuve el móvil con la pantalla apuntando hacia arriba, intrigada.

La tarde estaba casi por extinguirse y ya había recibido varias llamadas perdidas del mismo número de teléfono. Seis veces, para ser exactos. Por norma general, no solía contestar a las llamadas realizadas desde numero oculto o de desconocidos, pero ya iban seis veces que trataban de contactar conmigo aquel día y comenzaba a picarme la curiosidad.


— Celia, ya es la hora — la voz de Pedro llegó hasta mis oídos — Vamos a cerrar. Cámbiate y deja para mañana el informe que te queda — dijo, pasando fugazmente por la puerta de mi consulta.


Lo terminaré en casa, pensé. 

Pedro era mi jefe, el propietario del local en el que trabajaba como veterinaria. De entre todas las características que constituían su personalidad, primaba la puntualidad. Siempre abría y cerraba la clínica a la hora estipulada, ni un minuto más, ni un minuto menos. Se negaba a ser esclavo del trabajo y sabía la importancia de respetar el descanso para poder rendir al máximo.


— Ahora mismo — anuncié en la distancia, a la vez que echaba un último vistazo al numero de teléfono que aparecía en la pantalla —, apago el ordenador y me cambio corriendo.


Me levanté de la silla y cerré sesión en el ordenador. 

Rodeé la mesa de acero donde realizaba las exploraciones a mis pacientes y me dispuse a limpiarla una ultima vez, antes de cerrar la puerta de la consulta. La higiene era algo que en la facultad nos enseñaban a mantener con especial interés. El campo de trabajo debe estar limpio. Tan limpio que aunque parezca que lo está, se vuelve a limpiar. Daba igual que nos tocase trabajar en condiciones de campo precarias, había que ser extremadamente cuidadosos para evitar la transmisión de enfermedades entre animales, personas o hacia nosotros mismos cuando trabajamos. 

Satisfecha por haber terminado la jornada, entré en el cambiador y me quité el uniforme. Metí los pantalones y la casaca que había estado usando dentro de una bolsa para llevarlos a casa. Luego, me puse unos vaqueros cómodos y una sudadera gris. Era viernes y casi podía palpar la sensación de libertad en el ambiente.

Se acabó ser medico. Bienvenido ser persona. 


— ¿Listo, Lia? — la voz impaciente de mi jefe, que probablemente me estuviera esperando en la puerta de la clínica, llegó hasta donde me encontraba.

— ¡Si! — contesté.


Antes de salir del cambiador comprobé que llevaba las llaves del coche y el móvil en los respectivos bolsillos. Luego, avancé con rapidez hasta la puerta y me despedí de Pedro.

Mientras me dirigía al coche, las preocupaciones comenzaron a invadir mi mente. A veces se hacía imposible desconectar. Siempre había pensado que todos los animales se merecían recibir la mejor atención y me costaba horrores asumir que en algunas ocasiones solo pudiera aspirar a disminuir su sufrimiento. Resultaba injusto y frustrante. Había clientes que no deseaban hacer pruebas u hospitalizar a sus mascotas, pacientes viviendo en malas condiciones, problemas a la hora de medicarlos... Ser veterinaria producía auténticos dolores de cabeza, aunque al menos aquella tarde no había nada lo suficientemente serio como para robarme el sueño. Tenía pensado pasear al perro, ver una película y quedarme dormida en el sofá como un bebé. Seguro que aquello lo curaba todo.

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