Capítulo 27: Pinchitos

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Día 15 de expedición

Al día siguiente nuestro temple lucía menos agitado. Habíamos comido un poco mejor y capturado algunos peces.

Atravesábamos un humedal que cada vez se parecía más a un ecosistema de manglar. Los manglares pueden ser de muchos tipos, pero aquel por suerte era de agua baja y cristalina.

Estaba tan tensa que me notaba que se me iba a formar una contractura en el cuello.

No hacía más que pensar en reptiles de piel oscura, tres metros de largo, ojos plateados y sesenta y ocho dientes. Había leído que los ataques a personas por parte de cocodrilos mexicanos (Morelet), se producían cuando accidentalmente la gente se acercaba a orillas donde habitaban estos animales. Es una especie tan territorial, que aunque prefieran devorar animales de menor tamaño, te atacan sin que exista ninguna manera de detener su mordisco. Salen disparados con una velocidad sorprendente y te atrapan. Cierran sus fauces en torno a un brazo o una pierna, te zarandean, dan uno o dos giros mortales y ya te tienen listo para ahogarte en el fondo del agua.

Tragué saliva. Espeluznante.

Y nosotros estábamos directamente adentrándonos en el corazón de su hogar como si nada.

— Chicos, tal vez deberíamos repasar como defendernos del ataque de un cocodrilo — Musité.

— Llevo pensando en esos escamosos un buen rato. Por suerte, es raro que ataquen a un grupo — Respondió Andrés.

Raro pero no imposible. Supongo que lo malo de esos ataques es que nadie sale vivo para contarlo. Así que no me vale de nada que no haya antecedentes.

— Bueno, a ver. Repasemos — Dije en voz alta.

Íbamos caminando a la misma altura, por lo que antes de continuar hablando, toqué los hombros de Andrés y Guadalupe para que me prestasen atención.

— Suelen acechar y utilizar ese tiempo para estudiar el punto débil de su presa. Por tanto, habitualmente nos atacan por el lado izquierdo de nuestro cuerpo, que es el que sin darnos cuenta dejamos desprotegido. Hay que golpearles en el hocico o en los ojos, y tratar de impedir que nos hundan.

— Disculpe señor cocodrilo — Comentó Andrés, imitando una voz de niño pequeño — ¿Podría usted dejar de sacudirme, ahogarme o desmembrarme para que pueda acariciar su hocico o el contorno de sus ojos?

— Oh, cállate — Le contesté, conteniendo la risa — Desde luego, la estrategia no es sencilla. Por suerte, la adrenalina, los cuchillos que llevamos a mano desde la emboscada — Toqué el bolsillo de mi pantalón —  y el instinto de supervivencia son nuestros mejores aliados.

Guadalupe tomó la palabra.

— Estoy empezando a comprender por qué los Chichimecas eligieron este lugar para asentarse.

— ¿Cazaban cocodrilos? — Pregunté, sin comprender muy bien a qué se refería.

— Es probable. Aquí tienen todo lo que necesitaban para sobrevivir. Agua, fauna y protección natural frente a invasores. Seguramente todo eso les permitió abandonar su vida nómada, practicar la agricultura y olvidar por un tiempo su carácter bélico.

La verdad es que era comprensible, aunque aprender a vivir entre aquellos descendientes de los dinosaurios resultase inquietante. Durante la segunda guerra mundial, la cosa no salió bien para los japoneses cuando trataban de huir por un manglar de Birmania.

Por suerte, aunque pudimos ver a algún cocodrilo en la distancia, los animales permanecieron inmóviles ante nuestra presencia y pudimos terminar la ruta sin contratiempos. Daba la impresión de ser troncos de árboles caídos o figuras disecadas, porque ni siquiera emitían sonidos.

De noche fue diferente, y ni que decir tiene que a penas pudimos conciliar el sueño. Básicamente por dos motivos.

El primero de ellos fue porque tuvimos que colocar nuestros sacos de dormir sobre la congruencia de las raíces de tres árboles mangle. No había otra superficie sobre la que dormir mejor. Ni rocas ni tierra firme lo suficientemente amplia para que cupieramos los tres. Estábamos rodeados de árboles poco robustos y no había ramas que soportasen nuestro peso.

El segundo motivo es que nos sentimos intimidados. Cada cierto tiempo se escuchaban zambullidas en el agua y sonidos guturales vibrantes. Eran ruidos producidos por los cocodrilos. Me recordaban a una mezcla entre rugidos de león, eructos humanos (Si, así es) y siseos de serpiente.

No éramos más que tres pinchitos de carne a disposición de salvajes paladares.

Robin, menos mal que te quedaste a salvo.

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