1

2.4K 85 8
                                    

La nieve había comenzado a caer hacía ya varios días, y aún no mostraba signos de detenerse. El invierno había llegado en su mayor apogeo, Andros disfrutaba del frío, la nieve le recordaba como en su infancia representaba una forma de jugar y divertirse con sus amigos.

Aquel castillo, cuyas murallas ahora recorría mientras la nieve caía, era el lugar donde había nacido, donde había crecido y donde seguramente moriría si el destino era piadoso con él.

Mientras recorría las murallas podía encontrarse continuamente con los vigilantes, los que se encargan de patrullar las murallas en caso de que algo pudiera llegar a pasar. Su hogar, no era solo su hogar, era una de las fortalezas más septentrionales de su nación, una fortaleza que era constantemente amenazada por los clanes de las montañas que se alzaban al norte. Para solo tener diecinueve años, Andros ya había participado en una docena de batallas y participado en una guerra, la única maldición que tenía haber crecido en aquel castillo era que la infancia y la inocencia se pierden muy rápido.

Unos guardias lo saludaron y continuaron con su patrullaje, conocía todos los rostros de aquellas personas que vivían en el castillo y en sus alrededores. Una gran responsabilidad caía sobre los hombros de todos ellos, la responsabilidad de defender una frontera completa, belicosa y muy inestable, su familia, los Whitewood eran la quinta familia que había sido designada a esa tarea, las cuatro anteriores se habían extinguido y no había dejado descendencia.

Aunque fuera de noche, no era una noche muy tranquila como las que él más apreciaba, pues mientras él recorría las murallas cubierto por su piel de oso preferida, en los patios del castillos aún se llevaban a cabo los preparativos. El rey venía de visita, pero no para revisar el estado de la frontera, eso nunca les importo mucho a los reyes, a lo que venía era a buscarlo a él. Aun no entendía porque, pero el rey estaba al parecer obsesionado con la idea de tenerlo a él como su yerno, su única hija la princesa María estaba en edad para casarse y necesita un consorte que fuera su brazo armado.

Todo ello era una estupidez para Andros, ¿Por qué elegirlo a él?. El era el hijo del segundo hijo de un señor menor del norte, ¿Por qué el?, cuando podrían casarla con algún poderoso señor sureño, rico y con grandes ejércitos a su espalda, o porque no casarla con un poderoso príncipe de un reino vecino y así fortalecer una alianza.

Había escuchado las historias de cómo su padre había luchado y muerto por el rey en la guerra de sucesión que hacía ya dieciocho años se había librado. Había escuchado cientos de veces como su padre había matado en combate singular al rival del rey por el trono. Pero a pesar de aquello, a pesar de que tan poderoso guerrero fuera su padre, ese matrimonio no tenía sentido. No tenía un sentido político o económico, a su parecer todo debía ser un mero capricho del rey.

En un momento en el que se quedó parado y mirando las luces de la aldea que se encontraba por fuera de los altos muros, sintió una presencia, como si alguien estuviera acechando. Tantos años de entrenamiento y luchas lo habían hecho desarrollar un sexto sentido para esa clase de cosas.

Andros de forma casi instintiva desenvaino la espada y giró sobre sus propios talones encontrando con su mano izquierda el cuello de una persona.

- Solo quería sorprenderte - dijo una voz melodiosa que parecía contener la risa - pero veo que es imposible hacerlo.

Andros soltó casi al instante el cuello de la mujer y volvió a guardar la espada.

- Lo siento - fueron las palabras que dijo Andros mientras volvía a dirigir su mirada en dirección a la aldea - pero estos días no son fáciles para mi.

- Lo sé - dijo con melancolía la mujer y posando sus manos por debajo de sus brazos y lo abrazó - ¿Qué haremos?.

Andros simplemente no dijo nada, para ser sinceros él no sabía qué hacer. Durante toda su vida lo prepararon para ser un soldado, alguien que simplemente sigue las órdenes de sus comandantes, pero siempre creyó que tendría la libertad de elegir aunque fuera una pequeña parte de su futuro. Y ahora resultaba que esa pequeña parte tampoco era suya para elegir.

- Helena, sabes lo que pienso sobre esto - dijo finalmente, mientras agradece no estar viéndola a los ojos.

- Si, siempre me has contado todo, pero no entiendo porque justo ahora no respondes - esta vez su voz no era melodiosa y tierna como siempre, su voz se había vuelto fría y quebradiza.

El joven simplemente no sabía qué hacer, si llegaba a oponerse abiertamente al matrimonio arreglado eso traería consecuencias a su familia. El rey podría incluso dejar de patrocinar a su familia como castigo, lo que significaba simple y llanamente el final de su estirpe. Pero si aceptaba el matrimonio perdería a Helena.

- ¿Qué quieres que haga?

- Quiero que seas sincero por una vez en tu vida - le respondió Helena que lo abrazó con más fuerza - quiero que luches por lo que amas, quiero que te liberes de las ataduras de tu familia y elijas tu felicidad por única vez en tu vida.

Las palabras de Helena, lo único que hicieron fue causar que Andros dudara aún más, ¿en serio eso era lo que Helena pensaba de él?, ¿enserio pensaba que era un hombre sin libre albedrío?. Por primera vez en su vida sintió furia hacia Helena.

- Dime - dijo Andros con calma, conteniendo exitosamente la furia que sentía. Se había soltado del abrazo de Helena y había girado sobre sus talones, pudo ver a Helena, estaba llorando - no llores, por favor, sabes que eso es lo único que no tolero.

- Lo se, pero, ¿acaso no tengo razones suficientes para llorar?, ¿no tengo derecho a sentir tristeza y sentirme abandonada cuando el hombre que amo se va a casar con otra mujer?.

Andros simplemente se dejó llevar por el momento, se abalanzó sobre ella, la abrazó con fuerza. Aun después de tanto tiempo se seguía sorprendiendo por lo pequeño que era el cuerpo de la joven. La forma en la que hablaba y actuaba lo hacían olvidar por completo, que ella tan solo tenía dieciséis años.

- Escúchame - le susurro al oído, Andros ya había tomado una decisión - no importa quien venga a este castillo, no importa lo que venga a buscar, no importa lo que quieran de mi. Yo te amo Helena, tu eres la única mujer que jamás podría dejar de amar, si quieres que le escupa en la cara al rey lo haré, si quieres que cabalgue hasta el fin del mundo solo con mi espada lo haré, si quieres que abandone todo por ti lo hare...

Andros no pudo terminar de hablar, Helena le puso su mano en la boca, no lo dejaría hablar más, estaba sonrojada a tal punto que parecía un tomate. Andros solo podía mirarla, ver sus cabellos de color castaño como el cobre, sus ojos color miel, su piel blanca como la nieve que estaba manchada por el color de la sangre, su nariz pequeña y sus labios finos pero hermosos. Andros se convenció en ese momento, ella valía más que cualquier princesa, valía más que cualquier trono que pudieran ofrecerle. Ella era una razón, o mejor dicho la única razón, por la que daría su vida.

La joven acercó sus labios a los de Andros, pero justo en el momento en que se estaban por encontrar, pasó lo impensado, lo que Andros temía tanto. Sonaron los cuernos de guerra. Andros rápidamente se apartó de Helena y miró en dirección al camino que llevaba a las puertas del castillo, un pequeño grupo de jinetes se acercaba al galope y soplando los poderosos cuernos de guerra. Solo podía significar una cosa, las fronteras habían sido traspasadas y llamaban a los guerreros de Whitewood a defenderlas.

El Consorte y La ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora