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Llevaban cabalgando sin descanso desde que habían salido de la capital, el sol se escondía y las estrellas comenzaron a apoderarse del cielo nocturno. Como estaban viajando, no tendrían que tardar más de dos días más en llegar al norte.

Tomaban descansos cada cierta cantidad de horas, pues necesitaban que los caballos descansaran y bebieran, sus hombres parecían estar demasiado pensativos, apenas comían y dormían cuando descansaban. Pero Andros simplemente no podía dormir ni comer, lo único que hacía era afilar su espada. Era como un ritual, sabía que cada hora que tardaran en llegar significaban más muertos y más riesgo para sus primos, por eso afilaba su espada, pues rezaba que las espadas de aquellos hombres fueran igual de filosas que la suya.

- Andros - le dijo uno de los hombres mientras se acercaba a él - le traigo algo de comida.

- Gracias Electro - le respondió tomando el plato de madera.

Le había dado dos tiras de carne asada y dos buenas porciones de queso y pan. Tomo dos grandes tragos de vino, pero apenas si pudo tragar un poco de carne, el queso ni lo toco y el pan fue lo único que si termino.

Mientras sus hombres dormían, él montaba guardia, con una fogata como única compañía. Sin importar que él seguía afilando su espada, sabía que al día siguiente estarían en el norte, deberían luchar una vez más contra las hordas de los salvajes. Solo esperaba llegar a tiempo para que sus primos pudieran contar con su fuerza y consejo.

El rostro del caballero que había matado hacía dos días regresó a su mente, no había visto la cara cuando lo mató, pero sí recordó como lo vio antes de que el combate comenzará, era el rostro de un hombre que estaba preparado para morir. En cambio, Andros no estaba seguro si lo estaba, se dirige al campo de batalla sin siquiera pensar en su propia muerte. Andros solo cerraba los ojos y pensaba en personas, personas por las que luchaba y a las que amaba.

Cerró los ojos y vio el rostro de Helena, como si estuviera en frente de él en ese momento, vio su hermoso rostro. También pudo ver los rostros de su tío Oscar, los rostros completamente idénticos de sus primos, Vastian y Tristan, como única diferencia la cicatriz que Vastian tenía en la barbilla. Lucharía por ellos, pero no moriría, algo aun le decía que a pesar de que esa batalla podría ser la más grande que el norte haya visto, él viviría un día más. Esa vida era más sencilla para él, la vida de un soldado, comer, entrenar, luchar, acero contra acero, nada de esa asquerosa política que se podía encontrar en la capital.

Algo pasó, sintió algo muy peculiar, un extraño ardor en todo el cuerpo. Abrió los ojos y se sintió poseído por la ansiedad. No lo pensó ni un segundo, se puso la cota de malla, las grebas, los brazales y la coraza. Envainó la espada y la colgó de su cinturón.

- Arriba - les ordenó a sus hombres, los cuales se levantaron al instante entendiendo que deberían llegar mucho antes al norte - no podemos perder tiempo, nuestros hermanos luchan sin nosotros.

Lamentablemente, su advertencia a sus hombres era verdad.

Cuando llegaron a su destino se encontraron una carnicería, las columnas de soldados de su tío mantenían una larga línea de encarnizada resistencia. Se quedó sin palabras al ver como los hombres mantienen las líneas, pero también vio el resto del campo de batalla. El centro se mantenía, pero vio como los flacos habían cedido y las fuerzas se habían reducido a varios círculos de muerte donde sus hombres a penas lograban sobrevivir.

- Vamos, debemos luchar, toquen el cuerno, que sepan que estamos aquí - les ordenó a sus hombres, los cuales se pusieron los yelmos y desenvainaron sus espadas - recuerden, siempre juntos, maten a todos los que puedan y liberen a nuestros hermanos.

El Consorte y La ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora