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La llegada a la capital se vio envuelta en una gran celebración por los miembros del pueblo llano, pero por un recibimiento muy frío y lleno de reprimenda por parte de la corte. Andros no podía evitar sentirse satisfecho por los rostros que pusieron esos cortesanos cuando lo vieron pasar, no solo victorioso, si no que también acompañado por su futura reina.

La reina estaba parada frente a ellos, los recibiría ella a las puertas del gran salón, para acompañar a su hija y llevarla ante su padre y rey. El se quedó atrás y cuando estuvieron lo suficientemente lejos, comenzó a caminar, acompañado por seis de sus hombres y una docena de guardias de la corona, con imponentes yelmos y armaduras labradas. Comparados con ellos, él y sus hombres no parecían nada más que unos simples mercenarios.

El rey estaba parado frente a su trono, y ya no parecía el mismo que había visto antes de partir, parecía que el mismo hombre que había visto en la biblioteca de Las Diez Forjas estaba allí mirándolo como un halcón mira a su presa.

- Mi hija está de regreso - dijo cuando la reina le presentó a María, la beso en la mejilla e hizo que se sentara en una silla muy ornamentada que estaba a su derecha, la reina se sentó a su izquierda en una silla igual.

Todos en ese momento lo miraron a él, los cortesanos, los caballeros y grandes nobles del reino solo lo miraban a él, pero solo podía pensar en el rey. Pues era él, el único que parecía verlo con agrado, pero no era bueno, Andros lo sabía, lo miraba de esa manera porque había conseguido lo que deseaba, que él se sometiera y cumpliera con su voluntad de desposar a su hija.

- Este hombre - dijo a continuación mientras lo señalaba con la mano abierta - me ha demostrado desde que lo conozco, que posee dos grandes cualidades, es un hombre implacable y es leal, tan leal que persiguió y aniquiló a todos los bandidos del bosque de Bren por haber matado a sus hombres. Tan implacable que se atrevió a desobedecer toda orden y marchar al norte solo para proteger a su familia y su pueblo.

Parecía que los nobles que se encontraban a su alrededor lo miraban ahora con asombro, con respeto, con repulsión y con odio, pero nadie decía ni hacía nada, pues era el rey quien tenía la palabra en aquel salón.

- Me ha desobedecido, me ha insultado y a ojos de muchos de vosotros, mis nobles amigos, no es digno a pesar de sus cualidades, de ser el consorte de mi hermosa hija María.

María miraba a su padre con indiferencia, como si aquello no le importara en lo más mínimo, pero en cambio, la que si miraba al rey con algo muy parecido al enfado, era la reina.

- Pero, yo soy el rey Guillermo segundo - declaro ante todos - mi voluntad es la ley en esta nación y mi voluntad es que el futuro consorte cuente con las mismas facultades de este hombre. Fuerte, decidido, leal y más importante, que pueda contradecir a mi hija y aconsejar como realmente lo haría un consejero.

El rey se acercó hasta donde estaba y apoyando sus manos en los hombros de Andros le hablo.

- Eres mío - le dijo con malicia - serás el que defienda a mi hija cuando yo no esté.

Andros tardó en entender que le había hablado en la lengua del norte, por lo cual el único que lo había entendido era el propio Andros.

Luego de esto, lo guio hasta donde estaba María e hizo que se parara a la derecha de la futura reina.

- Este es su lugar - le dijo a todos - no importa nada más que el futuro de esta nación, que estará en manos de mi hija, y necesitará un brazo fuerte con el cual defender al reino y su pueblo.

Cuando todo estuvo terminado, fue guiado hasta las cámaras privadas del rey, la reina también estaba presente.

- Mi esposa - dijo el rey mientras le extendía una copa de vino - me ha contado todo lo que ha ocurrido entre ustedes, la brillante estrategia para que los demás pretendientes se alejaran y pudiéramos ganar tiempo.

El Consorte y La ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora